domingo, 19 de febrero de 2012

Ni Gordo, Ni Viejo

 

Hay ciertos padecimientos que uno espera, hasta cierto punto, tener en la vida.  No como un deseo en sí, obviamente, sino como una cuestión de probabilidad.  Es un simple y triste hecho de la vida que nuestros cuerpos se irán deteriorando poco a poco a partir de cierta edad—para muchos alrededor de los 25 a 30 años—y a partir de ahí todo se convertirá en un perpetuo control de daños.  La pérdida de la visión, de la condición física, de la memoria, de la capacidad de digerir; la aparición de quistes, verrugas, canas y hernias discales; los estragos del cáncer, el Alzheimer’s, el Parkinson’s y las cirugías que nos hicimos y que nunca quedaron del todo bien.  Todos estos males y más se van acumulando, inexorables, sigilosos, hasta que nuestro cuerpo queda convertido en un campo minado, con las minas entrelazadas de modo que la explosión de una desencadene la de las demás.

    Como niños, difícilmente apreciamos la gravedad de situaciones que nos describen nuestros tutores. “Tu abuela tiene cáncer” no significa casi nada, aparte de que está “enferma”.  Y desde que tenemos noción de la muerte, en nuestra infancia, la semilla de preocupación por estos malestares queda implantada por información como la frase anterior, aunque para muchos ésta no germina hasta décadas después, cuando varios de estos malestares se hacen presentes en la madurez.    Aun así, casi todos logramos posponer el crecimiento de esta semilla de preocupación, hasta el punto que pareciera estar congelada, durante la mayor parte de nuestras vidas adultas.  Prevalece el optimismo, la idea de que uno de algún modo es especial (o por lo menos afortunado) y no tendrá que enfrentarse con la descomposición del propio cuerpo como lo hicieron nuestros abuelos y desafortunados familiares de otras personas.

    Aunado a lo anterior, tenemos el hecho de que hay personas que simplemente son saludables.  No toman, no fuman, no se desvelan, hacen ejercicio, tienen niveles sanos de colesterol, azúcar y peso.  Ciertamente, estas personas tienen poco o nada qué temer a su porvenir, por lo menos por su entera vida adulta y, en muchos casos, hasta bien entrada su vejez.

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El domingo 12 de febrero fue el inicio de una semana entera de días nublados, lluviosos y fríos en la ciudad de Guadalajara, México.  Había terminado de desayunar y me disponía a hacerme útil de algún modo mientras mi esposa preparaba lo que algunas horas más tarde sería la comida.  Sentado en el sillón de la sala, sentí sed como pocas veces en mi vida y tenía una sensación pastosa en la boca.  Al ponerme de pie, sentí un piqueteo en las piernas como de docenas de microscópicas agujas, y el cansancio de cien sentadillas.  En el transcurso de la semana anterior había tenido malestares de diversos tipos, incluyendo una tremenda contractura en la espalda baja que me tenía casi incapacitado, visión borrosa y tremenda sed.  Aun así había desarrollado mis actividades usuales de la semana sin demasiados contratiempos.  Pero esa mañana de febrero ya no podía más.

    —¿Quieres ir al doctor ahora—preguntó mi esposa—, o esperas a que termine de preparar?

    Quienes me conozcan sabrán que siempre he sido especialmente necio para ir con doctores.  Ya había acudido con el ortopedista y con el oculista esa semana, lo cuál para mí era todo un récord.  Y a pesar de mi renuencia general a acudir con un profesional de la salud, mi condición era tal que hasta yo aprecié la gravedad de la situación.

    —Mejor vamos ahorita—dije.  Dejamos la comida a medio preparar y salimos hacia el hospital.

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Llevábamos casi una hora en un sencillo consultorio de la sala de urgencias del Jardines Hospital de Especialidades (de veras, así se llama), que quedaba a solo unas cinco cuadras de la casa.  Un doctor sumamente joven nos había recibido (probablemente no había terminado sus estudios todavía) y, después de hacernos preguntas, de inspeccionarme y darme dos litros de agua para beber, había mandado tomar muestras de sangre para analizar en el laboratorio.  Inicialmente dijo que tomarían unos 30 minutos en obtener resultados, pero ya había pasado mucho más que eso.  En el inter, yo había ido al baño a orinar por lo menos tres veces, y mi condición no estaba mejorando.  Mis manos temblaban y era incapaz de cerrarlas siquiera a la mitad para hacer un puño.

    Finalmente, el niño doctor entró al consultorio y, de manera casi triunfal y hasta jovial, declaró:

    —¡Ya sé por qué te sientes así!  Eres diabético, tienes 1140 de glucosa.  A los analistas no les daba, pero hicieron correcciones y ya a los dos les dio el mismo resultado.  Ahorita te vamos a canalizar.

    Si analizamos las palabras anteriores, sin duda lo más importante es la parte que dice “eres diabético”.  Pero yo no la escuché, o por lo menos no la tomé en cuenta.  El número 1140 fue lo que llamó mi atención y provocó que el resto de sus palabras e inclusive su espíritu jovial ante una situación tan grave pasaran a segundo plano.  Pensé: “1140 de glucosa.  ¡Eso suena muy alto!  ¿Qué no se supone que arriba de unos 500 debería estar inconsciente?”.  Más tarde encontraría que no estaba tan equivocado en mis cuentas.

    Antes de que pudiera llegar muy lejos en mis cálculos, fui llevado a una sala donde me canalizaron y, una vez que mi esposa hubo terminado el papeleo—y el pago correspondiente—fui formalmente internado y llevado a la habitación 102.

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El siguiente texto describe la condición de un choque diabético (el estado previo al coma) como el que experimenté aquel domingo de febrero, y es tomado desde Wikipedia:

El coma diabético es precedido por un período de síntomas premonitorios que puede durar de algunas horas hasta varios días. La persona inicialmente pierde el apetito (síntoma poco habitual en los diabéticos), sufre nerviosismo, dolor de cabeza, debilidad o apatía que aumenta de forma progresiva, presentando en casos más severos sueño excesivo, desorientación y coma. También son frecuentes al inicio la sed intensa, micciones frecuentes y dolor abdominal, que llega incluso a confundirse con peritonitis o apendicitis. Los signos que se observan son principalmente de deshidratación: lengua y boca secas, ojos hundidos, pulso acelerado, respiración rápida, micciones frecuentes y una pérdida de peso visible.

    La evolución del coma en la hiperglucemia (glucosa alta) es habitualmente más lenta que en la hipoglucemia (glucosa baja). Sin embargo, no deja de considerarse una urgencia, ya que suele acompañarse de alteraciones como deshidratación, acidosis, infecciones, sepsis o choque, las cuales pueden volver impredecible y fatal su evolución.

    ¡Ciertamente tuve algunos de esos síntomas y complicaciones!  Además—y creo que debería aparecer en el artículo de Wikipedia—, los niveles altos de glucosa en la sangre pueden llevar a cambios en la visión.  De hecho, llegué a tomar prestados los lentes de mi esposa (quien padece una leve miopía), para poder manejar durante los días previos al episodio.  Fue esta la razón que había acudido al oculista, ya que la pérdida de la visión fue súbita, de un día para otro.  Inclusive durante mis días en el hospital tuve todavía una visión borrosa.

    De haber sabido estas cosas antes, me habría ahorrado la crisis que me llevó al hospital, aunque ya tuviera diabetes.

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Hacia la tarde del lunes yacía yo en mi habitación, siempre acompañado de mi esposa, en espera de que apareciera el doctor al cual me habían encargado.  Era un hombre robusto y bien alimentado, grande, que vi solo brevemente al momento de ser internado y por la tarde del domingo también.  Había pasado toda mi estancia en el hospital hasta ese punto sin nada de alimento: tan solo el suero, medicamentos y botellas de agua.  En una de sus visitas anteriores, el doctor dijo que harían estudios para determinar qué tipo de diabetes tenía, a fin de definir el curso a seguir.  Habían tomado muestras de sangre, pero no aparecieron por varias horas.  En la habitación, teníamos la esperanza de que fuera otra cosa, solo una anomalía médica por la que sufrimos un susto pero nada más.

    Cuando finalmente apareció el doctor la tarde del lunes, fue escueto y fulminante:

    —Ya hicimos las pruebas.  Tienes diabetes tipo 1. La tienes desde hace tres meses.  Mañana te mandaré al nutriólogo para que te asesore.  Siento mucho que tengas esta enfermedad.

    Acto seguido salió de la habitación, y mi esposa y yo lloramos un poco.

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Según nos explicó más tarde el doctor, y tal como he averiguado en mis investigaciones desde entonces, la diabetes tipo 1 resulta de una incapacidad del páncreas para producir insulina.  Dicha incapacidad surge probablemente de una infección viral, seguida de una reacción autoinmune en la que el propio cuerpo, en afán de derrotar al virus invasor, termina por destruir las células productoras de insulina en el páncreas también.  Una vez que esto sucede no se recupera la función del páncreas nunca más, y la insulina que haya quedado en el cuerpo (principalmente almacenada en los músculos) se consume a lo largo de semanas o meses, hasta que un día se termina y la persona acaba en una crisis como la que me tocó a mí.

    Cabe mencionar que no queda claro todavía si hay alguna predisposición genética a la diabetes tipo 1, a diferencia de la más común diabetes de tipo 2.  Lo que sí queda claro, es que no es algo que el paciente se provoque a sí mismo por sus descuidos en dieta y ejercicio.  En ocasiones, los que la padecen llevaban vidas medidas e inclusive ejemplares desde el punto de vista de su salud.  No es mi caso que fuera la persona más sana del mundo, pero definitivamente he estado muy lejos de ser la menos sana.  He sido deportista desde que tengo memoria, omnívoro y sin vicios aparte de unas pocas bebidas azucaradas que, a diferencia de la diabetes tipo 2, nada tuvieron que ver con mi infortunio.

    Si supusiéramos un estancamiento en la ciencia médica (lo que nuestros hermanos conservadores y religiosos luchan constantemente por lograr, a pesar de ignorar que lo hacen), de ahora en delante seré dependiente de inyecciones de insulina diarias por el resto de mi vida.  Además, deberé tener muchos cuidados en mi alimentación para controlar mis niveles de azúcar, tanto a la alza como a la baja.  El ejercicio moderado y constante se ha vuelto ahora obligatorio, así como mantener un peso bajo.  Un glucómetro se ha vuelto mi mejor nuevo amigo, y es necesario tomar muestras frecuentemente para cerciorarme que mis niveles de glucosa en la sangre sean los adecuados.

    Si bien pueden surgir graves complicaciones debido a la enfermedad, los cuidados anteriores pueden lograr que lleve una vida relativamente normal durante muchos años.  Las complicaciones suelen ser mala cicatrización, pérdida de la visión, pérdida de función renal y, en ocasiones, amputación de alguna extremidad.  Todos tenemos algún conocido, o inclusive pariente, que vive hasta edad avanzada con diabetes; por otro lado, todos tenemos otro conocido o familiar que tiene una muerte temprana por diabetes también.  Todo está en el cuidado que se tenga una vez que se haya contraído la enfermedad.  Por mi parte, suelo ser una persona muy cuidadosa.