sábado, 10 de agosto de 2013

Sobre la Soledad

Estaba tomando un café con mi esposa ayer por la tarde, pensando sobre qué pudiera ponerme a escribir. Últimamente había tenido muchas ideas para posibles ensayos, e inclusive pequeños proyectos de escritura, y por unos momentos me quedé ido pensando en ello. Mis ideas habían incluido textos sobre religión y política—los incómodos de siempre—pero también sobre ciencia y cultura. Inclusive había contemplado narrar cosas al estilo de un diario y ver qué pasaba. Sin embargo, últimamente no tenía alguna provocación o inspiración lo suficientemente punzante como para hacer que me sentara y escribiera decididamente como otras veces. Pronto mi pensamiento se desvió a intentar buscar motivación para escribir; pensé que quizá lo que me hacía falta era leer más, o responder a alguna noticia en el periódico.
     Sin embargo, mi cavilación sobre mis proyectos literarios se vio interrumpida por un grupo de muchachillos pubertos a un par de mesas de distancia, hablando como aparentemente los muchachillos pubertos solamente saben hacerlo: a gritos y carcajadas. Se veían realmente contentos; seguramente estarían disfrutando sus últimos días de libertad en sus vacaciones de verano, que por cierto cada año se vuelven más y más cortas, gracias a nuestros ilustres legisladores. Pero esto es una digresión; lo importante es que la interrupción de los jóvenes me dio la provocación ideal: recuerdos de mis propios tiempos de convivencia y ocio con mis amigos—o mejor dicho, la ausencia de ellos en mi propia niñez y adolescencia. Cómo fui miserable en aquellos tiempos, pensé.

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Habría que hablar con algún psicólogo o psiquiatra para explicar los supuestos orígenes de las tendencias antisociales en mi adolescencia. Lo que sé es que vengo de una familia pequeña, aislada por la geografía de los tíos y abuelos y primos y demás familia extendida. Además, cada uno de los integrantes de mi familia es más bien introvertido; la buena convivencia era cuando a cada quién lo dejaban en paz (entiéndase, solo). En la escuela buscaba lo mismo, pero era difícil de encontrar. Los niños de primaria realmente no tienen claro el concepto de la privacidad, ni mucho menos de que algunas personas la valoren y la disfruten. Así, mi infancia fue transcurrida tratando siempre de no llamar la atención de los demás, no sobresalir ante los maestros, no provocar una junta entre padres y maestros. Solo quería que terminara el día para poder irme a casa y hacer mis cosas.
     Claro, no era el único que no encajaba. Entonces, pertenecía al grupo de los que no pertenecían a ningún grupo. Tuve un amigo durante toda la primaria, otro compañero más bien solitario. Recuerdo que nos visitábamos ocasionalmente por las tardes, pero curiosamente tengo muy pocos recuerdos sobre lo que hacíamos. Y la verdad es que duró poco, porque pronto yo adopté la religión del baloncesto y él no, y nos distanciamos poco a poco.  Para cuando iniciamos la secundaria yo ya estaba por mi cuenta y, hasta donde supe, él también.

La secundaria fue tortura. Los embates contra la privacidad de uno se hicieron más frecuentes e intensos, usualmente en la forma de invitaciones a todo tipo de convivencias formales e informales. Si no había una razón para invitarlo a uno entonces se inventaba, con tal de ir a perder el tiempo juntos. Yo acepté al principio porque no sabía lo que me esperaba y no sabía decir que no. Ellos se divertían, supongo, platicando de series de televisión que yo no veía, quejándose de tareas que a mí no me costaban trabajo, debatiendo sobre deportes que no me interesaban—ah, cómo detesto el futbol—, presumiendo de sus primeras aventuras con el sexo opuesto, relatando a detalle sus primeras experiencias con el alcohol... en fin, un sinfín de temas que a mí me parecían auténticas idioteces (¿qué nadie lee un libro por aquí?).
     Inevitablemente, mi paciencia se terminaba y, aunque todavía no fuera hora de que mis padres pasaran por mí, yo me levantaba y me despedía. Y entonces se desataba:
    —¡Pero cómo que ya te vas...!
    —¡Pero si apenas vamos empezando...!
    —Ándale, nomás tómate una chela primero...
    —Quédate, se va a poner bien, al ratito llegan Fulanita y Sutanita...
    Y entonces yo recurría a pretextos para poder zafarme, cosas ridículas que obviamente no podían ser ciertas y que ponían en evidencia que lo que realmente quería era estar en otro lado, por mí mismo. Con el tiempo aprendí a no decir nada y solamente desaparecer. Me levantaba para ir al baño y nunca regresaba. Varias veces dejé reuniones muchas horas antes de la hora que había acordado con mis padres para que pasaran por mí (generalmente yo ponía una hora y ellos decían que no, que era muy temprano, que pasaban más tarde). Frecuentemente buscaba algún lugar afuera para esperar casi escondido a que llegaran—no había celulares en ese entonces para avisarles que vinieran, o al menos no como ahora que cualquier chiquillo tiene uno, y no me sabía mover en transporte público todavía.
     Con el tiempo, las invitaciones a convivir se fueron haciendo menos frecuentes, a medida que mis compañeros de la escuela entendieron que realmente no me interesaba estar con ellos (y que estaba aterrado de ellas, agregaría yo ahora). Solamente era invitado por pura formalidad en ocasiones supuestamente importantes, como las fiestas de quince años de alguna compañera popular. Minutos después de que recibía mi invitación al evento, la tiraba a la basura o la regalaba.  Yo sabía que no iba a ir. Todos sabían que no iba a ir. Eran puras formalidades pendejas.
     Fue así que entré a la preparatoria, completamente aislado de mis congéneres—y feliz de estarlo—salvo por el deporte que tanto amaba, y que para mi desgracia era un deporte de equipo. Difícilmente pudiera decirse en ese entonces que apreciaba a mis compañeros de equipo. Más bien estaba resignado a ellos, los toleraba. Tal vez con uno o dos de ellos me llevaba bien, pero la amistad nunca salió de la cancha. Lo mismo ocurrió en la escuela: nuevamente me encontraba en el grupo de los que no tenían grupo, y me encontré con que dos o tres de ellos eran tolerables, pero no me perdía de nada si prefería irme a la biblioteca en vez de estar con ellos.

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Todavía valoro mucho mi tiempo a solas. Llego a contar con él, de hecho. Y muchas veces no lo uso para hacer algo particularmente importante; lo importante es que lo que haga lo haga por mi cuenta. Puedo leer, escribir, tomar algo o solamente pensar (a veces lo hago en voz alta sin darme cuenta). Pocas cosas me irritan más que tener que sacrificar ese tiempo a solas por algún cambio de planes y, cuando sucede, procuro reponerlo de algún modo. 
    No cabe duda que he cambiado desde que salí de la prepa, y por una diversidad de factores. El sexo femenino, para empezar, puede ser muy persuasivo, sobre todo cuando son féminas nuevas que no lo conocen a uno y sus tendencias solitarias. Conocer gente nueva en la universidad, tanto en el deporte como en el aula, fue todo un alivio. El cambio desde el sistema de educación privada hacia la educación pública me sentó bien; la gente resulta ser no solamente más tolerable de este lado, sino genuinamente agradable. Y claro, ayuda tener psiquiatras hábiles con la razón y con los narcóticos. Todos han contribuido a manejar y administrar mis ansias de soledad. Caray, desde que salí de la prepa hasta hice amigos.  A veces hasta voy a tomar algo con ellos.



sábado, 15 de junio de 2013

Los Méritos Morales del Ateísmo

Antes que nada, vale la pena hacer una breve aclaración acerca del título de este artículo. Por “ateísmo”, me pudiera referir únicamente a la definición más sencilla, que es la falta de una creencia en cualquier dios. Sin embargo, eso se presta a muchas interpretaciones incorrectas y lleva a discusiones incómodas (inclusive con otros ateos) acerca del significado del ateísmo y quiénes son ateos y quiénes no. Si dejamos la definición en eso, resulta que los bebés, niños pequeños, animales y piedras todos son ateos. No es ese el ateísmo al que me quiero referir aquí. Más bien, me referiré al ateísmo que surge como la conclusión de un proceso de escepticismo acerca del asunto de la existencia de dios.
     Los lectores frecuentes ya estarán habituados a los méritos intelectuales del ateísmo escéptico que tantas veces he descrito en distintos artículos en este espacio. Sin embargo, la crítica principal de los creyentes se suele centrar en las supuestas fallas morales del ateísmo. En sí, el ateísmo en su forma más sencilla es amoral, pues es solamente una conclusión acerca de una mera cuestión intelectual, como concluir que dos más dos son cuatro; pero cuando surge de un proceso crítico, y cuando se da en un entorno hostil a la crítica, y cuando el hecho mismo de llegar a dicha conclusión es sinónimo de osctracismo, resulta que el ateo pasa por un tortuoso proceso de maduración intelectual y emocional. Llegar al final de ese proceso y concluir que dios no existe implica necesariamente una serie de victorias y virtudes morales.

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En primer lugar, una premisa implícita en el escepticismo es que la fe no es una virtud. En este punto los creyentes suelen gastar mucho tiempo equivocando el significado de la palabra “fe”, defendiéndola convenientemente como sinónimo de “optimismo” y “esperanza”. No son el optimismo y la esperanza lo que critico; en dosis moderadas, suelen ser inofensivos. A lo que yo me refiero con “fe” es al acto de hacer de cuenta que sabes algo que no sabes. Eso es, en su nivel más fundamental, simplemente deshonesto. Es una forma de mentirse a sí mismo y, si se exterioriza (en una misa, por ejemplo), se miente a los demás. Es entonces virtuoso del escéptico identificar esa práctica como viciosa y evitarla a toda costa en su propia vida.
     A continuación, el escepticismo lleva a quien lo practica a cuestionar las distintas fuentes de conocimiento que existen. Entre las más fáciles de identificar como poco dignas de confianza está la autoridad. Todas las religiones tienen figuras de autoridad—que pueden ser personas o simplemente textos—, que por el simple hecho de ser lo que son, son considerados como algo más que meramente informativos. Esta falacia tan elemental conduce a la obediencia, que es otra falsa virtud promovida por los creyentes de todas las religiones (y especialmente por sus figuras de autoridad), prácticamente sin excepción. Basta con revisar la violenta historia del siglo XX, por poner un ejemplo claro, para darse cuenta de lo destructiva que puede ser la obediencia y cómo definitivamente el considerarla una virtud es un error moral grave.
     Entre otras fuentes de conocimiento cuestionadas por el escepticismo se encuentra el punto de vista popular: “si mucha gente lo cree, ha de ser cierto”. Nuevamente, basta revisar los libros de historia para darse cuenta de lo poco confiable que es la opinión de las masas. Entonces, se requiere no solamente de perspicacia intelectual para detectar los errores en el pensar común, sino que además es necesario un fuerte sentido de independencia y valor para remar contra la corriente (la cual puede incluir, en muchos casos, a la propia familia y amigos). En los países predominantemente religiosos (como México) se necesitan agallas para ser ateo—ya no digamos nada de las teocracias musulmanas.

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Un punto importante, que merece su propia sección aparte de los otros, es el del valor de la verdad para un ateo. Verá, estimado lector, que los ateos escépticos han llegado a su conclusión, en muchas ocasiones, anteponiendo la verdad a sus intereses personales. Es decir: hay muchos ateos que quisieran que fuera cierto que existe un dios—pero a pesar de lo que quisieran, le dan prioridad a lo que honestamente creen es verdad. Esto contrasta enormemente con la actitud de los creyentes—especialmente los “moderados”—que básicamente creen lo que les conviene, ignoran todo lo demás, y la verdad que se joda. Anteponer la verdad a la conveniencia es claramente una virtud moral.
     Nuevamente, los lectores frecuentes sabrán que yo no soy uno de esos ateos; de hecho, no he sabido de ningún dios que me gustaría que existiera: esta es la posición del antiteísmo, que ya he tratado con anterioridad también. Para más acerca del antiteísmo, pueden revisar mi artículo sobre el tema aquí.

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Como punto final, hay que regresar a la cuestión de la independencia y la libertad de pensamiento. Comúnmente se le otorga a las personas el derecho a adoctrinar a sus hijos ("inculcar" es un vil eufemismo que no usaré para describir semejante abuso) en su religión; yo considero esto un error grave y un pisoteo de los derechos de los niños en sí, en particular el derecho a decidir por sí mismos qué religión adoptar—si es que alguna—en una edad madura. Que los padres tomen esta decisión por los niños sin su consentimiento—o claramente en contra de él—es ni más ni menos que una forma de abuso infantil. Bautizar a un niño no es lo peor que se le puede hacer—ciertamente la Iglesia Católica les hace cosas peores—pero es una etiqueta indeleble que seguirá al chico o chica toda su vida, lo quiera o no. ¿Acaso no tendría más mérito evaluar la evidencia y los argumentos para una fe en particular, estando en plenitud intelectual y emocional, y entonces adoptar esa fe por convicción propia, y no por imposición? Sin embargo, los religiosos entienden bien que permitir que la gente crezca sin religión hasta una edad adulta sería sinónimo de la extinción de su fe; preferible para ellos abusar de un menor indefenso que poner en riesgo su negocio.
     Desde el punto de vista ateo, sin embargo, la educación es una cuestión de aprender a pensar, a hacer preguntas, a exigir evidencia. Por este método, la verdad y las buenas ideas tenderían a sobresalir naturalmente por encima de la basura intelectual y moral. Si lo que proponen los distintos religiosos es verdad, ¿por qué siempre se oponen a este proceso?



El filósofo Peter Boghossian hablando sobre la fe:

http://www.youtube.com/watch?v=WIaPXtZpzBw


viernes, 8 de marzo de 2013

En Defensa de la Pornografía

La pornografía existe en todos lados, claro, pero cuando llega a sociedades en las que es difícil que hombres y mujeres jóvenes se junten y hagan lo que a los hombres y mujeres jóvenes les gusta hacer, satisface una necesidad más general... Al hacerlo, a veces se convierte en una marca de la libertad, e inclusive de la civilización.
-Salman Rushdie 

Un joven de secundaria se encuentra, en estos momentos, navegando la red. Quizá está chateando con sus amigos, o quizá revisando resultados de su deporte favorito, o tan solo viendo videos de chistes o alguna serie animada de superhéroes. Entonces algo le llama la atención: un pequeño anuncio en una esquina de la página que está viendo. Se trata de una de sus estrellas de cine favoritas, una jovencita apenas un poco mayor que él y que lo tiene loco. Nunca podría conocerla en la vida real; lo más que puede hacer es pensar en ella cuando se da placer a sí mismo; solo en su cuarto, o a veces en el baño, a veces bajo las sábanas de su cama, a veces en sus sueños. El anuncio promete llevarlo a ver fotografías de ella desnuda. ¿Será su cuerpo como lo había imaginado él tantas veces? De manera casi inconsciente, instintiva, hace clic sobre la imagen de la joven.
     Inmediatamente es transportado a otra página, repleta de imágenes de celebridades—principalmente mujeres—captadas en desnudos totales o parciales; sin embargo, las imágenes están difuminadas o tapadas con frustrantes bloques negros, y pueden verse solamente pagando una suscripción con tarjeta de crédito. Mierda. No parece haber mucho que ver, ni parece haber rastro de la linda chica que lo había llevado ahí en primer lugar. Sin embargo, aparece otro anuncio en el marco de la página: Videos de Chicas Calientes. El anuncio va acompañado de una imagen de una chica con poquísima ropa que nunca había visto antes, pero eso no importa. Es perfecta. ¿Cómo sería verla en video? Bueno, si ya he llegado hasta aquí y no ha pasado nada, piensa el joven, ¿qué pudiera tener de malo ver algunas chicas más? Además, él ya es un niño grande y hasta ha llevado educación sexual en la escuela—bueno, así se llamaba el curso que le dieron una vez al mes durante medio año, que básicamente fue algo de biología mezclado con muchas indirectas acerca de los problemas de los embarazos no deseados. Ah, y unas enfermedades que sonaban bastante mal. Pero aquí, en el anonimato de la red, a través del monitor, ¿qué puede pasar? A pesar de su tanto razonar, cuando por fin abre la página lo hace de manera casi mecánica.
     Lo que ese joven ve a continuación—recuerde que esto está pasando justo en este momento—altera su vida; quizá de manera imperceptible para los demás, pero de manera indeleble para él. Ha llegado, en literalmente un par de minutos e igual número de clics, a lo que había oído mencionar por algunos habladores en su escuela, pero que no había entendido bien qué era. Una página porno. Cientos de videos, en alta calidad, listos para verse o descargarse inmediatamente y de manera gratuita. Miles de videos más guardados en un archivo que abarca años. No sabe por dónde empezar. Tiene el deseo de cerrar todas las ventanas de su explorador y hacer de cuenta que no ha visto nada, volver a sus superhéroes o deportes o lo que haya sido. Pero es mayor el deseo de continuar. ¿Cuál ver primero? ¿Y si mejor descarga uno, para verlo después, en algún momento que esté seguro que no estén sus papás en casa? Tiene que decidir rápido. ¿La morena, la pelirroja, la güera, la simpática, la delicada, la inocente, la tierna, la ruda, la difícil, la facilota...? ¡Y aparecen haciendo tantas cosas con muchachos! ¿Apoco un hombre y una mujer pueden hacer eso? ¿Dolerá? Pues al juzgar por sus expresiones, definitivamente no. Con que así es eso. Platicado es muy distinto. Yo quiero hacer eso. ¿Habrá alguna chica en la escuela que esté dispuesta a hacerlo con él? ¿Apoco con darles unas flores y hablarles bonito basta para que te dejen hacerles eso? Ha visto algunas parejas muy abrazadas en su escuela, a la salida, sobre todo de las generaciones mayores a él. Pero no puede imaginar a las chicas de su escuela haciendo lo que está viendo aquí. Bueno, pensándolo bien, sí puede. Y vaya que le gusta.
     Pensar en hombres y mujeres lo lleva inevitablemente a pensar en sus papás—están en casa viendo televisión, y pueden entrar a su cuarto en cualquier momento. Ya casi es hora de cenar. Rápidamente, decide descargar algunos videos, que al parecer tardarán varios minutos. No importa; los dejará descargando mientras se va a cenar. Ah, y apunta la dirección de la página en su cuaderno de historia, cerca de la mitad. De todos modos la repite una y otra vez en su mente. Entonces, cierra todas las ventanas que se habían abierto en su navegador y sale de su cuarto para ir a cenar. Aquí no pasó nada.

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Y no son solo los muchachos. Cada vez son más las jovencitas que también encuentran material pornográfico en internet (entre la población adulta, se calcula que entre la cuarta parte y la mitad de todos los “usuarios” de pornografía son mujeres). No está claro qué proporción de jóvenes la buscan a propósito; lo que está claro es que, con el suficiente tiempo, tarde o temprano la encontrarán aunque no quieran. No importa su religión, ni su política, ni su etnia, ni su nacionalidad. Lo único que importa es que son seres humanos—lo cual implica la mezcla explosiva de sexualidad y curiosidad, entre otras cosas—y tienen acceso a una computadora.
     Cuando éstos jóvenes ven una película en el cine tienen ya cierta idea de qué esperar. Para empezar, las personas que aparecen en el filme son actores; es decir, lo que están haciendo no es “de a de veras”. Están fingiendo para la cámara. Además, hay todo tipo de efectos especiales que son utilizados para darles superpoderes, o para que disparen armas, o que parezcan más grandes o más fuertes. Inclusive hay música que va guiando al espectador. En ocasiones, para ciertas películas, los actores pasan por meses de preparación e inclusive dieta y entrenamiento para poder hacer mejor su papel. El filme en sí requiere del trabajo de docenas, o tal vez centenares de personas, que ni siquiera aparecen en la pantalla en el producto final. Y la producción de la película puede llevar meses o inclusive años.
     Para disfrutar la película plenamente, hay que suspender estos conocimientos en cierta medida. Si la película es lo suficientemente ingeniosa, y si está bien dirigida, y si los efectos y los actores son convincentes, este estado de suspensión de la crítica ante el contexto no se interrumpe. Hay contextos en los que las personas pueden volar, o recibir múltiples disparos y seguir vivos, o hablar varios idiomas, o derrotar a un dragón o inclusive un extraterrestre. Todo depende del contexto. La clave está en que, cuando termina el filme, los espectadores regresan a la realidad. No es necesario poner algún aviso al final avisándoles que lo que acaban de ver no es real, que los protagonistas son actores, y que la muerte de tal o cual personaje fue simulada. De eso se trata el cine, de contar historias.
     Cuando un niño ve una muerte en la televisión por primera vez, puede acudir—a veces con consternación, a veces con curiosidad, a veces con ambas—a sus padres o hermanos mayores. Éstos le explican algunas cosas sobre la vida y la muerte, sobre la actuación, sobre muertes reales y actuadas. Puede ser fácil o difícil, dependiendo del niño y su entorno familiar, y de las experiencias que pudiera haber o no tenido con la muerte. Algo parecido sucede cuando el niño ve un beso en la televisión—o en la vida real—, o cuando ve accidentes de tránsito o catástrofes naturales, quizá en las noticias. Hay un proceso de maduración a través del descubrimiento, la curiosidad y la explicación que se da en cada una de estas situaciones; el proceso puede incluso repetirse varias veces, según sea necesario.
     Bien, pues lo mismo sucede con el cine porno. Uno está viendo un producto terminado que incluye producción, edición, actuación y a veces hasta efectos especiales rudimentarios. Sí, los cuerpos y los genitales son reales, y las cosas que están haciéndose unos a otros también, pero están dentro de un contexto. Tal como el cine convencional, hay una cierta madurez que permite disfrutar una película porno y sumergirse en ella sin creer que todo es verdad. Y esto es lo que no le enseñan a uno en la escuela. Ni mucho menos se lo enseñan a uno sus padres—y no digamos nada de la religión. En vez, el proceso suele darse de manera solitaria y usualmente reprimida. De algún modo, los padres esperan que sus hijos supongan ciertas cosas acerca de la sexualidad, y que los detalles técnicos se los darán en la escuela. Y de manera complementaria, las escuelas suponen que no es necesario entrar en nada explícito—no vaya a ser que se molesten los padres—y básicamente dan clases de biología y anatomía. Esto, en los casos en los que la educación sexual tan siquiera existe. En la mayoría de los casos, tanto hombres como mujeres llegan a sus primeros encuentros con la pornografía en un estado de casi completa ignorancia—y para muchos de ellos, la pornografía es su educación sexual.

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La situación es esta: dos personas quieren tener sexo, porque les gusta y porque les van a pagar. Ambas han dado su consentimiento para ello y están dispuestas a hacerlo ante una cámara. Además, hay otra persona que los va a filmar, también porque le gusta, y también porque le van a pagar. Aparte, hay todavía otra persona que es el del dinero, y está dispuesto a pagar a los del sexo y al de la cámara. Finalmente, hay otra persona que quiere ver gente tener sexo, e inclusive está dispuesto a pagar. Todos obtienen lo que quieren, y nada se hace sin el consentimiento de nadie. ¿Dónde está la víctima?
     La pornografía es una forma de expresión. Como tal, tiene distintos niveles de calidad, tal como hay películas buenas y malas, o música. Al igual que otras formas de expresión, puede gustar a unas personas y a otras no. Tomemos como ejemplo la música clásica. No todas las obras son de la misma dificultad, ni todos los compositores igual de talentosos, ni todos los escuchas tienen los mismos gustos. Es más: a la mayoría de la gente le aburre completamente la música clásica. Pero no se la pasan diciéndole a los melómanos que tienen que dejar de escucharla, ni mucho menos andan promoviendo legislación para prohibirla. ¿Por qué habrían de hacerlo, si no hay ninguna víctima? Es decir, los que se “aburren” con la música clásica lo hacen por su propia voluntad, y los ejecutantes la tocan por lo mismo.
     Más aun, gracias a que la pornografía es legal, podemos regular quiénes participan en ella y quiénes no. De este modo, determinamos que aquellos que no hayan dado su consentimiento— siendo adultos—están siendo abusados por quienes los filmen en actos sexuales y quienes los vean. ¿Acaso alguien cree que la pornografía infantil va a desaparecer si prohibimos toda la demás pornografía? Pasaría lo mismo que con las drogas: la gente lo va a hacer de todos modos y además se va a crear un mercado negro que solo empeorará las cosas.
Jada Stevens.  ¿Apoco no se antoja?
     Pero hay que decirlo sin rodeos: la pornografía puede ser fabulosa. Como una buena novela, o película, o partido, o concierto, la pornografía puede ser absolutamente sensacional. Claro que no es para todos el verla ni mucho menos el hacerla, así como hay ciertas personas que no escuchan cierta música, o que no se pondrían cierta prenda de vestir. No estoy diciendo que todos deben dejar lo que están haciendo y ver porno en este instante—aunque sí me pregunto cuántos habrán llegado hasta este punto del artículo sin haberse “desviado” un poco (ver la imagen adjunta). Lo que sí estoy diciendo es que es una forma de expresión que tiene mérito, que requiere habilidad y destreza para hacerse bien, y que puede llegar a ser altamente gratificante tanto para los realizadores como para el consumidor final. Además, le da a gente bonita algo fácil de hacer para ganar dinero si no son buenos para ninguna otra cosa. (Muchas actrices y actores porno comentan que parte de lo que los llevó a ello era, simplemente, el efectivo.) Es una simple cuestión de oferta y demanda entre adultos que dan su consentimiento.

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¿Cómo hubiera sido distinta la experiencia del joven con la que comienza este texto, si hubiera tenido claro el contexto de lo que estaba a punto de ver? ¿Pudiéramos imaginarlo acudiendo con alguien más a pedir informes? (“Oiga, maestra, yo tengo una pregunta...”) ¿No es acaso razonable sugerir que hubiera sido mejor que un adulto de confianza, o quizá un hermano o hermana mayor, lo hubiera guiado a través del proceso, e inclusive que fuera el adulto quien lo hubiera introducido a tal experiencia en primer lugar, en un entorno educativo o familiar? ¿Cabe alguna duda que lo mejor hubiera sido que no llegara a su primer encuentro pornográfico en un estado de ignorancia y represión, ni mucho menos que hubiera salido de él en ese mismo estado? ¿En qué ayuda la represión de la sexualidad en un encuentro de este tipo (o en cualquier otro, ya que andamos por estos rumbos)? Lamentablemente, es raro el entorno familiar o escolar en donde estas cuestiones se discuten libremente.


lunes, 4 de marzo de 2013

Sobre la Incompatibilidad de Ciencia y Religión

Soy un hombre de un solo libro.
-Tomás de Aquino

Sacrificamos el intelecto a Dios.
-Ignacio de Loyola

La razón es la ramera del Diablo; nada hace más que calumniar y maldecir las cosas buenas que Dios hace.
-Martín Lutero

Siempre me ha parecido claro que la ciencia y la religión son mutuamente excluyentes. Es decir, estoy en desacuerdo con Stephen Jay Gould cuando dijo que consistían en non-overlapping magisteria, que no se tocan y que tratan asuntos distintos. Por el contrario, me parece que una necesariamente debilita y corroe a la otra. Fue con esta idea que asistí a un debate, hace unas pocas semanas, en el que el tema fue la compatibilidad de la ciencia y la religión. En el evento participaron un doctor en física que además es teólogo y franciscano; un ingeniero en sistemas que es obispo en la iglesia mormona; y un doctor en neurociencias que tomó la postura de “librepensador” (una forma disimulada y a mi consideración un tanto vanidosa, si bien no necesariamente incorrecta, de llamarse a uno mismo ateo). Aunque la labor del “librepensador” me pareció altamente decorosa, sobre todo considerando el formato y tiempo del debate, creo que hubo varios puntos que quedaron pendientes. El debate se descarriló rápidamente hacia una plática sobre la existencia de dios y los orígenes de las creencias en él, y quedó en plano secundario la manera en la que la ciencia y la religión realmente interactúan. (Sí quedó demostrado, por otro lado, en la sesión de preguntas del público, que hay gente a las que no debe acercársele un micrófono.)
   Antes que nada, hay que señalar que la teología no es una disciplina que pueda llamarse intelectual (ver las citas de arriba). Por el contrario, a través de su historia ha sido cuidadosa de distanciarse de todo “conocimiento” ajeno al suyo, por considerarlo como una posible fuente de corrupción de lo que pudiera muy generosamente llamarse su “pensamiento”. Su modo de operación es justamente el contrario al que se hace en las ramas de estudio propiamente intelectuales: primero da por verdadera la conclusión y luego busca argumentos y evidencia que la respalden—y rechaza o ignora todo lo demás. No tiene procesos de autocrítica, ni de validación, ni mucho menos de competencia entre colaboradores. Más bien, supone que una autoridad—sea un libro sagrado o un teólogo anterior—tiene que estar en lo correcto, y parte de ahí hacia atrás.
    Cuando la religión era más fuerte, se preocupó principalmente por suprimir pensamiento contrario al suyo (de hecho esto lo podemos ver todavía en las teocracias musulmanas), más que en producir pensamiento propio. En el caso particular del cristianismo en Europa, particularmente el de la iglesia de Roma, esta represión intelectual tomó la forma de la Inquisición. Miles de personas fueron aprehendidas, torturadas y ejecutadas por el hecho mismo de pensar, o ser sospechadas de ello. Vale la pena recordar el caso de Giordano Bruno, quien se atrevió a especular no solamente que la Tierra giraba alrededor del Sol, sino que las estrellas eran otros soles y planetas como el nuestro, y que inclusive en algunos de ellos pudiera haber vida. Bruno fue juzgado por tener “puntos de vista contrarios a los de la iglesia” y luego quemado en la hoguera.
    Las obras de decenas de filósofos y científicos griegos, a su vez, fueron censuradas y destruidas en todo el dominio de la Iglesia Católica. (Irónicamente, fue en el Medio Oriente en el que muchas de estas obras fueron preservadas en aquel entonces y, de no ser por ello, seguramente habrían desaparecido para siempre. La excepción fueron algunos textos de Aristóteles, por ser considerados fundamentales para los intentos lógicos de Tomás de Aquino). Esta censura y destrucción se debió a que las autoridades eclesiásticas no consideraron que hubiera filosofía ni ética alguna, previa a la de Cristo, que valiera la pena. (Esto por sí mismo es una tragedia intelectual de proporciones épicas, dada la profunda mediocridad e inmoralidad de la “filosofía” cristiana, comparada con corrientes anteriores como la de los griegos.) Junto con los textos filosóficos, también se censuró conocimiento verdaderamente científico; por ejemplo, el filósofo y matemático Eratóstenes no solamente dedujo ingeniosamente que la Tierra debía ser redonda, sino que inclusive calculó su circunferencia con un alto grado de precisión—esto, 300 años antes de la supuesta llegada del nazareno.
    Fue con las observaciones celestiales de Galileo que la astronomía se convirtió por fin en una ciencia—de hecho, sus obras son consideradas por muchos científicos como el punto preciso en el que nació la ciencia moderna. A través de él, quedaron vindicadas las anteriores conjeturas de Bruno y de Copérnico. ¿Y quién suprimió este nuevo conocimiento? Nuevamente, la iglesia de Roma: declaró tales puntos de vista como heréticos y obligó a Galileo a retractarse. (“Aún así se mueve,” dijo Galileo acerca de la Tierra, en voz baja, después de su recantación.)
    Es ante estos eventos y más, que muchos religiosos todavía tienen el descaro de afirmar que el surgimiento de la ciencia en occidente de algún modo se debió al cristianismo. Toda la evidencia apunta, sin embargo, a que la ciencia logró florecer a pesar del cristianismo, y no gracias a él. La punta de lanza fueron precisamente hombres como Bruno, Copérnico y Galileo, aunados a la invención de la imprenta, que rápidamente contribuyó a multiplicar la propagación del pensamiento. No es de sorprenderse, entonces, que entre la aristocracia del Renacimiento—en cierto grado protegida de la iglesia—surgieran los primeros verdaderos filósofos, no vistos desde tiempos de los griegos, y que entre ellos algunos se dedicaran también a la “filosofía natural”, o lo que hoy conocemos como ciencia. Fue de esta nueva camada de pensadores heréticos, en gran medida protegidos de la censura clerical, que surgieron grandes avances en las matemáticas y la física—en particular la física de los cuerpos celestes—culminando con Kepler, Brahe, Liebniz y Newton.
    Hay que señalar que la represión del conocimiento científico por parte de los religiosos sigue hasta tiempos modernos, y se extiende por diversas causas en diversos países, y es perpetrado por creyentes de todas las religiones.  Por un lado, por ejemplo, el cristianismo insiste en mentir acerca de la efectividad del uso de condones en África para prevenir el SIDA; mientras tanto, en el mundo musulmán se tiene completamente prohibida la enseñanza de la evolución; en la India, los musulmanes se han unido a los hindús para oponerse a la vacunación de los niños, lo que ha contribuido a que la poliomelitis no haya podido ser erradicada aún, habiendo estado tan cerca.  Y en Estados Unidos, aparte de las tonterías creacionistas que continuamente se tratan de enseñar en las escuelas, existe una corriente altamente religiosa de negadores del cambio climático. 


Fue durante los siglos de la Ilustración y la Revolución Industrial que el declive de la religión ante la ciencia y la filosofía se hizo más pronunciado. En el frente filosófico, Marx identificó a la religión como un síntoma de la ignorancia y la represión, señaló su derrota como una condición necesaria para el progreso de la civilización, y consideró inevitable su decadencia a medida que la gente se hiciera más próspera y educada. Por el lado de la ciencia, sin embargo, había un ámbito donde parecía no haber progreso: el origen y la diversidad de la vida. Los filósofos y científicos más escépticos y ateos no podían hacer más que encogerse de hombros al ser cuestionados al respecto—una actitud honesta, pero poco gratificante. Era en este último terreno donde la religión parecía tener ventaja sobre la ciencia.
    De manera casi paralela a Marx, Charles Darwin propuso un mecanismo simple y elegante mediante el cual las especies eran moldeadas por su entorno natural, y por otras especies, sin necesidad de intervención divina. Irónicamente, las observaciones de Darwin originalmente tenían la intención de vindicar al punto de vista religioso. Sin embargo, haciendo uso de gran honestidad y valentía intelectual, Darwin atinó en darse cuenta de que no era necesario un dios para dar origen a la diversidad y alta especialización de las especies. Con su publicación de El Origen de Las Especies, Darwin liberó a la biología de la religión para siempre, e hizo posible ser un ateo intelectualmente satisfecho.
    En el caso particular de los tres grandes monoteísmos, la evolución tiene implicaciones desastrosas desde el punto de vista que sea (un punto mencionado pero evadido en el debate al que atendí). Por un lado, los relatos del Génesis acerca de la creación en seis días tenían que ser falsos, si es que antes se creía en ellos como verdad literal. Por otro lado, y más importantemente, la idea del “pecado original” queda expuesta como un sinsentido religioso: ¿en qué momento decidió Dios implantarle el pecado al hombre, a lo largo de su evolución, y por qué? Si el hombre es básicamente un animal—en particular, un primate—¿tienen los otros animales la capacidad de pecar? En el caso de que Dios hubiera decidido utilizar a la evolución como su medio para crear a las especies distintas, ¿significa esto que Dios tuvo la intención de hacer al hombre un ser pecador desde el principio, solo para poder castigarlo después si no superaba su propia naturaleza? ¿Cómo se reconcilia esto con la idea de un Dios perfectamente bueno que todo lo puede y todo lo sabe? ¿Y en cuál gen se encuentra, precisamente, tal inclinación a hacer el mal? (Aquí vale la pena mencionar que yo no creo que tal inclinación exista, o por lo menos no que sea natural a la mayoría de los humanos, y sugiero además al lector investigar el trabajo de científicos cognitivos al respecto, particularmente el libro The Better Angels of Our Nature, de Steven Pinker. De hecho, la evidencia indica una correlación inversa entre la educación y la prosperidad de las sociedades, al compararse con su religiosidad; para esto, ver el estudio de Phil Zuckerman.)


El método científico es altamente corrosivo a la religión, precisamente porque es una manera de pensar basada en la evidencia y la honestidad. En primer lugar, el punto de partida es la evidencia, es decir, alguna observación de un fenómeno natural. Entonces le sigue la teoría, que es una explicación del fenómeno que puede ponerse a prueba. Una vez formulada la teoría, se diseña un experimento en donde se busque un resultado que demuestre que la teoría es falsa—este paso es crucial. Para que una teoría sea científica, quien la propone debe estar dispuesto a decir: “Si hacemos este experimento y no obtenemos este resultado, entonces estoy equivocado.” Una vez hecho el experimento y recolectados los datos, se comparan con lo predicho por la teoría y solo entonces se llega a la conclusión. Pero este no es el último paso.
    A diferencia de la religión, en la ciencia se comparten y comparan los resultados con los de otros colegas—y también con competidores. Todo el proceso, desde la observación original hasta las conclusiones, es expuesto al más riguroso escrutinio y crítica despiadada. Inclusive si todo parece andar bien, los revisores procuran repetir el experimento ellos mismos para comprobar que se obtienen los mismos resultados que el experimentador original reporta. ¿Es un método perfecto? Lamentablemente, no. Pero es por mucho el mejor que se tiene, y ha logrado resultados que los teólogos más eruditos ni siquiera hubieran podido imaginar. El mérito epistémico del conocimiento científico es altísimo, precisamente porque parte de la realidad y se valida contra ella.
    Ahora imagínese, amable lector, a un teólogo cristiano formulando un tratado erudito acerca de, digamos, la Santísima Trinidad. A continuación, imagine que ese teólogo lleva su tratado, para ser revisado, con sus colegas cristianos. Una vez hecho eso, le lleva su trabajo a un rabino. Ya con las aportaciones de éste, ahora acude a la crítica de un musulmán. Y para añadirle rigor, compara su trabajo con otro, acerca del mismo tema, escrito por un budista, e inclusive entra en correspondencia con él. ¿Cómo se vería el producto final?


Para concluir, quisiera retomar el debate al que asistí; en particular, quisiera revisar el caso del doctor en física que además es teólogo franciscano. En más de una ocasión, dijo explícitamente que no se podía llegar desde la ciencia a una corroboración de la fe (lo cuál me pareció admirable de su parte, debo admitir).  Por otro lado, hizo una distinción entre la religión popular—a la cuál consideró completamente infundada y hasta supersticiosa—y la religión de élite (presumiblemente, la suya). Entonces procedió, a lo largo del debate, a argumentar que el dios de los teólogos es un dios mucho más sofisticado y complicado que el dios de los creyentes comunes, inclusive llegando a articular el punto de vista—siempre de manera cuidadosa e indirecta—de que no había razón para creer que los textos de la Biblia fueran verdad literal, ni que se hubieran escrito con esa intención. La fe, concluyó, era un acto puramente opcional y voluntario, e inclusive era innecesaria para llevar una vida plena y ética(!).
    Lo que el buen doctor hizo, quizá sin que fuera su intención, fue demostrar que el conocimiento y el método científico orillan a los teólogos a creer en un dios indetectable y que no hace nada; un dios abstracto, escurridizo, ambiguo, que existe solo en los límites del conocimiento, y que continuamente se vuelve más y más difuso (él diría “sofisticado”), en vez de más y más nítido, a medida que la ciencia avanza. Propuso un argumento para dios desde la especulación en la ignorancia, pues. Y ese ha sido el punto de partida—y de llegada—para los teólogos desde siempre.


martes, 26 de febrero de 2013

Carta Abierta a un Mormón

El verdadero enemigo del conocimiento no es la ignorancia, sino el conocimiento equivocado.
-Stephen Hawking

Querido hermano:

Yo estoy consciente de que en todas las religiones hay un gran espectro de diversidad en torno a las creencias particulares de sus adherentes. No todos los miembros de una religión creen en las mismas cosas y, en la medida que sí lo hacen, tienen distintos grados de certeza e interpretaciones distintas. Aun así, es posible generalizar un poco y describir a las religiones por sus preceptos o creencias generales—esto es extremadamente delicado pero, ante la imposibilidad de dirigirse individualmente a los millones de creyentes distintos, cada uno con creencias ligeramente (o no tan ligeramente) distintas entre sí, es también necesario.
    Antes de entrar de lleno en mis cuestionamientos, quiero dejar bien claro el tono de este texto. Ya me conoces bien, por lo que no debo explicar mucho que soy ateo. Lo que considero que sí vale la pena mencionar es que además no creo que todos los puntos de vista sean igual de válidos. No soy un relativista, pues. El enfoque de “cada quién lo suyo”, como lo conocemos en México, me parece mediocre y conformista, además de hipócrita y deshonesto. Algunas ideas son simplemente mejores que otras. También soy de la idea de que el primer propósito de la educación es poner en perspectiva cuánto no se sabe.
    Estos dos enfoques me llevan a ser bastante preguntón, quizá hasta el grado de ser molesto, o por lo menos incómodo. No es mi intención ser ofensivo o irrespetuoso, pero temo que es un efecto secundario inevitable de ser franco acerca de las dudas que uno tiene. Mi intención es comparar mis ideas con las de los demás, sabiendo de antemano que, cuando dos ideas mutuamente excluyentes se encuentran, ambas no pueden tener la razón, y admito la posibilidad de que pudiera estar en lo equivocado. Se siente muy bien tener la razón y ser vindicado, pero lo que me impulsa es más bien lo contrario: no soporto la idea de tener conocimiento equivocado o incompleto, y constantemente busco comparar mis ideas con las de los demás. No sé si pueda llegarse a la verdad absoluta en la práctica, pero sí me parece claro que algunas ideas tienen que estar equivocadas y que podemos identificar cuáles son e irlas descartando.
    A pesar de lo que tantos relativistas morales e intelectuales dicen, realmente no da igual qué religión tenga uno. Distintas religiones tienen distintos orígenes y preceptos. Así, sus miembros pueden llegar a determinar, basándose en sus creencias, qué es lo que consideran moral o inmoral, justo o injusto, obligatorio u opcional, prohibido o permitido. (Por ejemplo, si se necesita un trasplante o una transfusión de sangre, ser un Testigo de Jehová presenta complicaciones que otras religiones no.) Claro, existen personas que separan sus creencias religiosas particulares de su vida diaria en gran medida pero, ¿no es esto más bien señal de que en realidad no las creen? ¿Qué caso tiene tener una creencia que solo va a ser guardada bajo llave en un baúl mental (o espiritual, dirían algunos), y qué determina el momento en que se saca de ahí?
    Es tomando en cuenta estos dos puntos, de generalización y de no-relativismo, que quisiera preguntarte acerca de lo que pudieras o no creer. Verás, la religión mormona nace en una época relativamente cercana a comparación de otras, por lo que sabemos mucho más acerca de sus orígenes a través de evidencia directa. Los eventos y personajes que la protagonizan están bien documentados por sus contemporáneos (inclusive tenemos fotografías y reportajes periodísticos de muchos de ellos). Además, muchas de las creencias del mormonismo son en torno a eventos supuestamente reales, que pueden ser verificados fácilmente por disciplinas como la arqueología, la historia y la ciencia. Los resultados de estas averiguaciones, al ser comparadas con las creencias mormonas, deberían provocar lo que entre ateos solemos llamar “disonancia cognitiva”: unas ideas chocan con otras y producen un efecto desagradable, si es que se creen ambas por igual. Simplemente ir a la escuela y tomar clases de historia debería ser suficiente para originar esta disonancia, si se es mormón.
    Comenzando por éste último punto primero: ¿en verdad crees que los habitantes prehispánicos del continente americano son descendientes directos de una tribu perdida de Israel? Supuestamente, el Libro de Mormón cuenta los eventos que sucedían en América de manera paralela a los eventos en Palestina narrados por la Biblia. Relata desde la llegada al continente de los primeros habitantes desde Israel, por medio de embarcaciones que cruzaron el Atlántico, hasta numerosas divisiones y batallas que ocurrieron entre ellos. El primer punto notable es que nada de esto es mencionado por las culturas prehispánicas en sus propios documentos, que son extensos y detallados en tantos otros aspectos. ¿No sería de esperar, si fueran ciertos estos relatos, que sería un hecho al menos mencionado en las historias que cuentan—digamos—los olmecas o los mayas? ¿Por qué es que los incas y los teotihuacanos tampoco dicen nada al respecto, ni tampoco los indios norteamericanos? ¿Cómo es que los eventos y personajes relatados en el Libro de Mormón solamente aparecen ahí, pero no en los lugares donde realmente deberían estar? Si es cierto que son descendientes de Israel, ¿cómo es que en ninguna de estas culturas sobrevivió el lenguaje arameo, o el hebreo? No se encuentra ni una sola palabra, ni una sola letra, ni mucho menos la estructura gramatical correspondiente en los lenguajes prehispánicos—algunos de los cuales todavía se hablan hasta hoy.
    Adicionalmente, se han hecho estudios científicos acerca del origen de las culturas indígenas; empezando por las culturas más al sur del continente, resulta que cada una se parece, más que a nadie más, a sus vecinos del norte. Se puede recorrer así cada una hasta llegar al extremo norte del continente, y entonces cruzar por el Estrecho de Bering hacia Asia. Las culturas prehispánicas se parecen mucho más en su genética a los mongoles que a los palestinos.
    Pasando al siguiente punto: no hay manera realmente delicada ni diplomática de decir esto, así que lo diré tan directamente y sin rodeos como se pueda: Joseph Smith fue un notorio charlatán. Inclusive fue encontrado culpable de fraude en una corte de la época. Los relatos acerca de cómo encontró placas doradas en un cerro en Nueva York, convenientemente cerca de su casa, y de su posterior traducción del idioma original (“egipcio reformado”, según él) a inglés del siglo XVI (estando él en el XIX), francamente apestan a fraude. Convenientemente, las placas ya no están disponibles para ser analizadas por expertos (algunas versiones las dan por perdidas, mientras que otras las consideran “devueltas” a sus autores divinos) y nadie las vio mas que el propio Smith (otros "testigos" surgieron hasta ya pasados varios años de los hechos). Esto, a pesar de que—siendo analfabeta—tuvo que dictar su traducción a un sumiso e ingenuo escriba, que ni siquiera tenía permitido estar en la misma habitación. (Cabe mencionar que, dentro de la resultante “traducción”, se encuentran extensos pasajes plagiados directamente—e ineptamente—de la Biblia.) Todos los testigos y cooperadores de Smith fueron sus familiares y amigos cercanos y, a su muerte por linchamiento, no pudieron ponerse de acuerdo en muchos aspectos doctrinales, lo que provocó divisiones en la iglesia mormona que prevalecen hasta nuestros días. ¿Cómo reconcilias estos hechos con tu creencia de que Smith fue un profeta (suponiendo que tal cosa exista), de la misma estatura que Cristo o Mahoma, si es que en verdad tienes esta creencia? ¿Cómo enfrentan los mormones esta información acerca de su fundador?

En la lógica y en la ciencia se hecha mano de un principio sumamente útil conocido como La Navaja de Occam. Una caricatura cruda de éste principio es que “la explicación más sencilla tiende a ser la correcta”. Más bien, la Navaja de Occam dice así: no hay que incurrir en complicaciones lógicas innecesarias. Antes de proponer una explicación complicada a un problema, primero hay que verificar que las explicaciones más sencillas realmente no sean suficientes. Entre más complicada sea una explicación, más presión se tiene para producir evidencia que la respalde.
    Entonces, te pregunto ahora: ¿qué es más simple? Por un lado, tenemos una conspiración de la arqueología con la historia y con la ciencia, de modo que expertos de las tres ramas se ponen de acuerdo para dar la ilusión de que cada una independientemente falsifica la religión mormona rotundamente; por otro lado, tenemos la versión más simple de que la religión mormona es de hecho un fraude (no que otras religiones no lo sean, pero ciertamente no de forma tan descarada ni a pesar de tanta evidencia directa).
    Y luego están las otras cuestiones más prácticas (y más inmediatas) del mormonismo. ¿Qué me puedes decir acerca del racismo de tu religión, que hasta 1979 negaba a personas de color la posibilidad de aspirar a su obispado (y todavía se lo niega a las mujeres), y que durante tantos años fue considerada una organización racista, a la par del Ku Klux Klan y los neonazis? ¿Qué hay en torno a la homofobia promovida por la iglesia mormona, llegando al grado de financiar campañas anti-homosexuales en cada ciclo electoral en los Estados Unidos? ¿Y qué efecto tiene tu religión—si es que tiene alguno—en tu visión acerca de la masturbación y la pornografía? ¿Es solo una casualidad que el estado de Utah sea el estado que más paga por ver porno en toda la unión americana? (No que esto tenga nada de malo en sí, sino más bien desde el punto de vista de la hipocresía y la doble moral.) ¿En qué medida te deslindas tú, en lo particular, de estos puntos de vista?

He tenido la oportunidad de atender algunos de los servicios religiosos (“conferencias”, me parece que es el término más correcto) de la religión mormona. Y en estos servicios he notado que constantemente se recomiendan—mejor dicho, se exigen—la obediencia y el pago del diezmo a iglesia. Sobre todo me incomoda la obediencia. Verás, yo no la considero una virtud. De hecho, me parece un serio síntoma de debilidad intelectual y moral hacer algo solo porque se está obedeciendo. ¿Consideras a la obediencia como una virtud? ¿Eres buena persona solamente porque obedeces a quien te dice que hay que serlo? Y el pago del diezmo me parece extrañamente irónico, ya que uno pensaría que Dios podría hacerse cargo del financiamiento de sus seguidores, sin tener que requerir de ellos que mantengan a su iglesia dando una porción de su duramente obtenido ingreso (esto lo tienen en común con otras iglesias, ciertamente, pero en pocas se hace tanto énfasis en dar un porcentaje tan riguroso y tan constante).
    Y otro aspecto que me inquieta, ya que andamos por aquí: ¿por qué repiten tanto la frase “esta es la religión verdadera”? Verás, todas las religiones hacen esa suposición, pero pocas lo dicen tan textualmente, casi mecánicamente, a cada oportunidad que tienen. He conocido varios mormones, y muchos en algún momento mencionan que han investigado su fe y llegado a la conclusión de que es “la iglesia verdadera”. También parecen muy apurados por mencionar que fue completamente opcional, que nadie se las impuso—aunque, casualmente, sus padres casi siempre son mormones también—y que les gusta mucho. (Esta actitud contrasta con los casos de gente que quiere dejar la iglesia y no se les permite. ¿Has sabido de estos casos?) Nuevamente, esto no es precisamente nuevo en su contenido, pero sí en su presentación—compara con los judíos, por ejemplo, que se consideran el pueblo elegido de Dios, que creen que todos los demás ya nos jodimos, pero que rara vez le dan voz a estas convicciones, inclusive entre ellos mismos.

Yo entiendo que la religión le da significado a la vida de muchas personas, y que eso las hace felices—a muchos no se les nota, pero por lo menos eso dicen. Afirman que les es reconfortante creer que son parte de un plan hecho por alguien superior a ellos. Aun otros mencionan que su fe le da una dirección moral a sus vidas. Entiendo estas razones, pero no me parecen válidas. Verás, yo creo cosas porque considero que son ciertas—y nada más. Si me son agradables o no es irrelevante; la búsqueda de la verdad es lo que más me importa. Muchos creyentes, cuestionados en torno a este punto, básicamente cambian de tema y alegan que “hay que respetar” la religión de cada quién, o evaden y desvían la pregunta con frases como “¿y quién eres tú para...?” De ahí que el mormonismo sea tan particular, con su énfasis en la verdad de lo que dicen creer. ¿En verdad crees que es verdad? ¿Qué sentido tiene creer en una metáfora, sobre todo cuando la realidad la contradice? ¿Qué criterios usas para decir que algo es una metáfora, o que realmente sucedió? ¿No te inquieta que la verdad de tus creencias dependa de teorías de conspiración en su contra? ¿Qué evidencia tienes de estas conspiraciones, si es que crees en ellas?
    No espero una respuesta a cada una de las preguntas que acabo de hacerte. De hecho, me daría por bien servido con que siquiera encuentres este texto, aunque sea por equivocación.  Trato de pensar cosas como “si yo fuera mormón y leyera esto...”, pero en cuanto lo hago mi conciencia me dice que gente como yo nunca podría ser mormona—ni católica, ni cristiana, ni judía ni musulmana, ya que andamos en eso. No está en mi naturaleza. No te miento: si de esperanza se tratara, yo tendría la esperanza de que este pequeño texto te hiciera reflexionar un poco y, siendo muy optimista, que fuera el comienzo de tu renovada búsqueda por la verdad. Pero no soy bueno para la esperanza, ni para el optimismo tampoco. Así que escribo estas palabras, entonces, porque a mí me ha sucedido que las cosas que creo han sido cuestionadas, y me considero afortunado de que así haya sido. (Hay muchas cosas en las que he cambiado de opinión a través de los años, y muchas cosas acerca de las cuáles simplemente no sé mi posición todavía, y tal vez nunca la define por completo.)  No puedo demostrar que esto me haya hecho más feliz que un creyente—de hecho, estoy seguro que ellos son más felices—, y no me ha reconfortado en casi nada, ni mucho menos me ha dado paz. Pero considero que gracias a ello soy mejor persona.

Gracias por tu tiempo.

Es mucho mejor aceptar el universo como es realmente, que insistir en un delirio, por más satisfactorio o reconfortante que éste sea.
-Carl Sagan



La punta del iceberg:

Un invaluable recurso para el escéptico:
http://www.project-reason.org/scripture_project/

Un primer acercamiento, algo somero:
http://en.wikipedia.org/wiki/Mormon

Christopher Hitchens sobre el tema:
http://www.youtube.com/watch?v=5WNzWp73_cg                    (Extracto del libro God is Not Great)
http://www.slate.com/articles/news_and_politics/fighting_words/2007/11/mitt_the_mormon.html

Algunos ex-mormones y sus testimonios:
http://www.exmormon.org/
http://www.iamanexmormon.com/

Un poco sobre la genética y el mormonismo:
http://usatoday30.usatoday.com/tech/news/2004-07-26-dna-lds_x.htm
http://en.wikipedia.org/wiki/Genetics_and_the_Book_of_Mormon

Un poco sobre el racismo:
http://www.slate.com/articles/life/faithbased/2012/03/mormon_church_and_racism_a_new_controversy_about_old_teachings_.html
http://www.nytimes.com/2012/08/19/opinion/sunday/racism-and-the-mormon-church.html?_r=0

Sobre la pedofilia, adulterio y poligamia de Joseph Smith:
http://exmormon.org/d6/drupal/taxonomy/term/21
http://exmormon.org/d6/drupal/Joseph-Smith-was-a-Pedophile-Mormon-sources.

Sobre la misoginia y represión de las mujeres en general dentro de la iglesia:
http://www.exmormon.org/mormwomn.htm

Guía mormona para dejar de masturbarse:
http://www.moonmac.com/Mormon_masturbation.html

Sobre la homofobia:
http://www.prwatch.org/node/7999
http://archives.religionnews.com/blogs/jana-riess/mormons-and-homophobia-mormons-and-gay-pride



miércoles, 6 de febrero de 2013

A Un Año del Diagnóstico

Hace un año fui hospitalizado de urgencia y diagnosticado con diabetes tipo I. Recuerdo que en aquel momento pensé en las distintas “fases” del duelo que identifican los psicólogos: negación, ira, depresión, negociación y aceptación. Pensé en que, por lo menos, pondría a prueba aquel modelo. Recuerdo claramente que en mi caso la negación llegó en forma de incredulidad: tanto yo como mi familia teníamos la esperanza—aun estando en la cama del hospital y con los resultados de los análisis en mano—de que fuera alguna otra cosa la que estaba mal, y que tan solo parecía que la producción de insulina en mi páncreas había sido abruptamente cancelada. Tiene que ser otra cosa, pensé. Y es que las probabilidades de que uno desarrolle diabetes tipo I son tan minúsculas, que cualquier teoría de conspiración biológica parecía tener más posibilidades.
    En cuanto a la ira, no recuerdo haber pasado por ella. Ciertamente había sentido ira antes, por lo que la hubiera identificado; simplemente no se presentó. Quizá hubo algunas contramedidas racionales que la previnieron. ¿Ira contra qué, o contra quién? ¿Contra mi propio sistema inmune, por haber hecho cortocircuito y neutralizado mi páncreas? Después de 29 años exitosos de mantenerme vivo—y de seguir peleando contra invasores microscópicos desde entonces—no había nada qué reprocharle. Además, no es como si hubiera hecho cortocircuito a propósito ; no al menos que le atribuyera conciencia a un ente difuso, compuesto de pequeños robots biológicos que, hasta donde ellos “saben”, tan solo están haciendo su trabajo. ¿Ira contra un dios en el que no creo? No tenía sentido tampoco. Parecía que el modelo de los psicólogos se debilitaba un poco. 
    Ah, pero luego estuvo la depresión. Definitivamente pasé por eso. No fue una depresión quejosa ni lastimosa; más bien, fue una sobria reacción ante un duro recordatorio acerca de la mortalidad de uno mismo. Fue Sam Harris quien mencionó, en su plática Death and the Present Moment, que todos vivimos como si no supiéramos que vamos a morir. Sabemos que el momento se acerca cada vez más, y sin embargo actuamos como si no fuera a llegar nunca. Y cuando finalmente llegan esos últimos momentos—o duros recordatorios de ellos, como el que yo tuve—nos damos cuenta de que hemos perdido tanto, pero tanto tiempo, haciendo cosas tan, pero tan poco importantes. Ahora sabía de qué me iba a morir. Todos los planes que hiciera a partir de ese momento, y todas las consideraciones a futuro, serían bajo el entendido de que, como diabético, mis probabilidades de vivir lo suficiente no serían las mismas que las de una persona sana. Y eso lo deprime a uno, por supuesto. 
    Y claro que tengo planes a largo plazo, y compromisos. Llevaba solo cinco meses de casado al momento de ser diagnosticado, compromiso que hice con la intención de que durara toda la vida. Además, llevaba apenas dos meses de pagar la hipoteca de una nueva casa, con plazo a veinte años. Y había tantas cosas más que quería—quiero—hacer todavía. A todos los planes a mediano y largo plazo se les puso entonces un discreto pero notable asterisco. 
    Y por si fuera poco, justo recién salido del hospital, llegué a la casa y leí el instructivo que venía con la insulina que acababa de comprar. Después de alguna información técnica acerca de la fabricación de la insulina, aparece este fragmento: 
Su médico le ha explicado que usted padece diabetes. Usted ha aprendido que el tratamiento de la diabetes que padece requiere de inyecciones de insulina. 
    Para alguien recién diagnosticado y pasando por la fase de depresión, lo anterior es lo mismo que esto: Vaya que usted ya se jodió. Va a tener que inyectarse de por vida. Después de más información acerca de cómo administrar las inyecciones, aparecen unos apartados explicando las causas y los molestos síntomas tanto de la falta de azúcar en la sangre como de su exceso. En ambos casos, se termina con la siguiente frase: Llame de inmediato a su médico si experimenta cualquiera de estos síntomas, ya que después pueden presentarse el coma diabético, pérdida del conocimiento o la muerte.
    Estupendo, gracias. No solo se veía desolador el panorama a mediano y largo plazo, sino que ahora podía caer en coma y morir por un descuido cotidiano. ¿Cómo se suponía que iba a seguir adelante con mi vida? 
*    *    *

Pero justo en el mismo instructivo, presente en cada frasco de insulina que he comprado desde entonces, aparece la siguiente frase:
A pesar de la diabetes, usted puede llevar una vida activa, saludable y útil, si se alimenta con una dieta balanceada diariamente, hace ejercicio con regularidad y se aplica sus inyecciones de insulina exactamente como se las prescribió el médico.
    Y fue justamente eso lo que hice. Sobre todo, puse énfasis en hacerme útil y ocuparme. Fui dado de alta del hospital un miércoles por la tarde, y el jueves en la mañana ya estaba pidiendo informes en la universidad para empezar la maestría en física. La siguiente semana me puse en contacto con un médico nutriólogo, que diseñó un protocolo alimenticio específicamente para mí. Inclusive adquirí una máquina para hacer ejercicio—algo en lo que he fallado últimamente, debo admitir, pero que usé constantemente en un inicio. El caso es que el diagnóstico de diabetes acabó por darme un golpe de vigor y estámina. La depresión me duró unas semanas, o quizá uno que otro mes, pero fue una depresión provechosa y útil. En cuestión de meses logré no solamente controlar mis niveles de azúcar, sino que llegaron al punto en que, basándose solamente en las pruebas de laboratorio, la diabetes se volvió indetectable. Había bajado algo así como ocho kilos en los días que estuve hospitalizado, y hasta la fecha no los he vuelto a subir, a pesar de no estar haciendo todo el ejercicio que debería. La transición a la fase de negociación no salió nada mal. 
    Claro, hubo varias cosas que se negociaron. A cambio de niveles de azúcar perfectamente normales, y de no más de 40 unidades de insulina al día (en dos dosis, de 22 y 18 unidades cada una), tuve que renunciar por completo a ciertos alimentos, y sustituir otros por versiones para diabéticos. Los productos light se han vuelto parte de mi vida diaria ahora. Y la cantidad bruta de comida que ingiero es menos de la mitad de lo que era antes. No soy precisamente delgado, pero sí estoy más delgado que justo antes de ser diagnosticado y me ubico muy cerca de mi peso ideal. 
    Sólo hay dos indicadores que se resisten a ubicarse dentro de lo completamente normal y sano: mi función renal y mi colesterol. Precisamente, las dos principales causas de muerte entre los diabéticos son la insuficiencia renal y las enfermedades cardiovasculares. Pero aún tengo tiempo de ponerlos en sus niveles apropiados, y los métodos y medicamentos para hacerlo están a mi disposición.

*    *    *

Finalmente, llegamos a la fase de la aceptación. De algún modo la palabra parece inadecuada. ¿Acepta usted tener que inyectarse insulina de por vida? Por supuesto que no lo acepto, idiota; cada vez que me inyecto quisiera que no tuviera que hacerlo. ¿Acaso un paciente de cáncer acepta su quimioterapia? Ah, pero es que no se trata de esa clase de oferta; más bien, se trata de una oferta como las que haría El Padrino: una oferta que no puedes rechazar, porque realmente no te están preguntando. Puedes elegir qué vas a hacer a continuación—el control de daños, pues—, pero el daño ya está hecho, quieras o no. Cuando se le pone de esa forma, y cuando el no aceptar implica tener una muerte humillante, lenta y dolorosa, entonces sí, supongo que “acepto”. 
    (Aquí no puedo resistir hacer la analogía del dios cristiano al jefe mafioso, que le “ofrece” a algunos seres humanos semejantes condiciones como la diabetes, el cáncer, la idiotez, o la pobreza, mientras que a otros no, pero que al mismo tiempo se esmera en hacer que éstas parezcan surgir completamente a consecuencia de factores físicos, genéticos, sociales, familiares, demográficos o económicos, absolutamente fuera de su control y atropellando por completo su supuesto libre albedrío. Reconozco que soy justamente el irrespetuoso blasfemo al que semejante tirano mezquino como el dios bíblico quisiera castigar pero, ¿qué hay de tantos niños y niñas—fervientes creyentes en algunos casos—que a pesar de su fe y oraciones son afligidos con el mismo mal que yo, o cosas peores? ¿Qué clase de plan amoroso y perfecto requiere de “ofertas” tan caprichosas y nefastas como estas? Tal disonancia cognitiva habría de ser una verdadera fuente de confusión—y de ira—en un creyente y, una vez más, me alivio de no serlo.) 
    Haciendo un recuento de mis aflicciones, definitivamente pudiera ser peor. Ya quisiera un paciente de esclerosis múltiple o cáncer pancreático cambiar su padecimiento por el mío. Lo cual no significa, claro, que ya me liberé de estos u otros padecimientos. Nada impide que además de la diabetes me aflija el Alzheimer, o el Parkinson, o algún cáncer u otro; ni tampoco, por cierto, que me atropelle un autobús o que muera en un asalto a mano armada. Todos estos males y más, bien podrían suceder de todos modos. Así que no queda nada sino seguir adelante, aprovechar el tiempo que tengo, aprovechar que aun tengo mi dignidad y mi lucidez, y no hacer nada estúpido que ponga en peligro la de por sí frágil y valiosa vida que he tenido la fortuna de llevar hasta ahora.

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sábado, 2 de febrero de 2013

De Mozart a Mahler

El propósito de la educación no es validar la ignorancia, sino superarla.
-Lawrence Krauss

Estalla un estruendoso alarido de batalla, y luego una fanfarria, seguida de ecos de maldad; grito de batalla para una fuerza temible, de proporciones épicas; un enemigo—no, un ejército—que avanza con golpes, cañonazos, potentes pulsaciones de ira marcial. Está compuesto de todo tipo de seres perversos, pequeños y grandes, sofisticados y brutos, de los que atacan por enfrente y de los que sabotean a escondidas también. Una y otra vez suena el rugido del antihéroe, el enemigo que se acerca a hacer batalla y destrucción. Es de una maldad incesante, un torbellino de furia destructiva y despiadada que se avecina. Parece demasiado enérgico para su propio bien; semejante ira no puede durar tanto, y sin embargo lo hace. Cuando por fin comienza a ceder, lo hace en gritos y golpes y pulsos, y se va, desapareciendo gradualmente. Los tambores de batalla ceden en intensidad y se vuelven más espaciados, con una última fanfarria en la lejanía, algo entre un grito distante y un eco.
    Entonces aparecen otras pulsaciones, más como las de un latido—no, las de una respiración. Tras varios intentos, logra al fin convertirse en la más dulce voz; una voz femenina, sin duda, que bien pudiera ser la de una amante desolada, o la de una hija amada dejada atrás. Lo único claro es que a esta presencia femenina se le extraña con una pasión desgarradora, y que ella extraña también. Su llanto sube y baja, a veces dando saltos considerables, pero nunca llegando a lo grotesco. Entonces insiste, insiste, y luego cede, poco a poco, implorando. Regresa, regresa, regresa por favor. Me estoy muriendo de extrañarte y temer por ti. En un último suspiro desgarrador, lleno de dolor y pasión, pero también de esperanza, se extingue. Y luego de un corto interludio misterioso se avecinan de nuevo, a lo lejos, las tinieblas…
    Lo anterior es parte de lo que se le viene a la mente a su humilde servidor cuando escucha los primeros siete u ocho minutos—dependiendo del tempo que haya elegido el director—del movimiento final de la Sinfonía No. 1 'Titán', de Gustav Mahler. El movimiento completo dura más de veinte minutos, cada uno saturado de energía y pasión a su modo.  La sinfonía es seguramente la más fácil de escuchar del compositor, tanto por su lenguaje musical como por su duración. Y sin embargo, son pocas las personas que la conocen. Pensándolo bien, son pocas las personas que tan siquiera han oído hablar de ella, o del mismo Mahler, por cierto. Lamentablemente, forma parte de una categoría de expresión humana a la que la mayoría de las personas se cierra automáticamente, por considerarla a priori aburrida y sólo para intelectuales elitistas.

*    *    *

Todos han oído hablar de Mozart y Beethoven, pero pocos realmente conocen sus obras. Lo mismo sucede con intelectuales de otras ramas, como Shakespeare, Marx, Darwin y Einstein. Cuando las personas se encuentran con sus obras en su forma original, generalmente no hacen siquiera el intento de comprenderlas, aunque sea a través de alguna otra persona que haga el favor de dar una explicación o introducción. La mayoría de las personas llegan, cuando mucho, a simplemente dar por sentado el hecho de su genialidad—aunque a Darwin se la regatean más que a otros—y luego tratan de condensar el mérito del intelectual en cuestión con alguna frase que frecuentemente subestima, denigra o inclusive malinterpreta por completo la obra del genio en cuestión (un ejemplo claro de este grave vicio mental es atribuirle a Einstein el que “todo es relativo”).
    En el caso de la música clásica, como con cualquier obra intelectual, la clave está en poner atención y pensar. No se puede llegar de forma pasiva, como suele hacerse con música de carácter “comercial”. Aunque frecuentemente es utilizada como un adorno sonoro que se pone en el fondo, la música clásica está compuesta con la intención de ser escuchada por sí sola, dedicándole toda la atención posible y de forma activa. Si bien ayuda mucho tener una educación musical o alguien que sirva de guía, no es indispensable. Basta con tan solo poner atención, seguir lo que está pasando y de vez en cuando tratar de anticipar. Esto puede ser sumamente difícil al principio, pero aun el escucha más neófito puede desarrollar la habilidad de ‘captar’ lo que está escuchando con la práctica.
    Propongo que es precisamente la necesidad de hacer este esfuerzo intelectual lo que aleja a tanta gente de la música clásica. Ciertamente hay obras más fáciles de escuchar que otras, inclusive dentro del catálogo de un mismo compositor, pero en general el género clásico requiere un esfuerzo considerable a comparación de los otros (vale la pena señalar la excepción del jazz, que requiere similar esfuerzo para ser disfrutado plenamente, y que también es escuchado por muy pocos).
    En qué medida se vea involucrada solamente la pereza mental es difícil precisar, pero sospecho que en muchos casos hay presente también una actitud de anti-intelectualismo, en el que el escucha tiene cierto resentimiento de no poder captar una obra inmediatamente, por lo que la menosprecia o inclusive ignora por completo. Lo mismo pasa en la ciencia, la filosofía, la historia, la religión; en fin, en cualquier área de conocimiento humano en la que haya conocedores, expertos y genios. Este resentimiento hacia lo inteligente y sofisticado provoca que las personas se aíslen y se priven de experiencias y conocimientos que podrían resultarles sumamente iluminantes y gratificantes. Como señalara Isaac Asimov, parecieran decirle al intelectual: "mi ignorancia es tan valiosa como tu conocimiento" (léase, en este caso, “mi reggaetón es tan valioso como tu Mozart”). Vulgar relativismo intelectual, pues.

*    *    *

¿Por dónde empezar, entonces?  Ciertamente, yo no recomendaría a cualquiera a empezar a escuchar a compositores como Mahler, Wagner o Strauss inmediatamente; hay algunos, como Schoenberg o Berg, a los que inclusive recomendaría evitar por completo, en un principio.  Lo más fácil es comenzar con las obras más conocidas de los autores más conocidos: Mozart y Beethoven, por ejemplo.  De Beethoven, todo mundo conoce el primer movimiento de la quinta sinfonía.  Bien, pues adelante con los otros tres movimientos, entonces.  Pero poco a poco.  Un movimiento a la vez, inclusive uno por día, de preferencia sin ponerlo de fondo para hacer otra cosa.  Reitero que no es nada fácil al principio, sobre todo si no se tiene algún entrenamiento  musical.  Pero poco a poco se puede lograr mucho progreso, y la música se vuelve pegajosa.  Una vez logrado esto, se puede pasar a otras sinfonías, o quizá sonatas para piano (las tres más conocidas pueden ser buen punto de partida: Patética, Apasionada y Claro de Luna).  De Mozart, generalmente lo que la gente más ubica son la Pequeña Serenata Nocturna y la Sinfonía 40, aunque sea en fragmentos y de modo aislado.  Entonces, antes de pasar a otras obras, bien vale la pena digerir bien éstas primero.


Algunos puntos de partida útiles:

Sinfonía No.40, de Mozart
Sinfonía No.5, de Beethoven
Sinfonía No.1, de Mahler (pasar al minuto 35:37 para encontrar el pasaje mencionado arriba)
El Castillo del Rey de la Montaña, de Grieg



miércoles, 30 de enero de 2013

Hitchens Sobre el Cáncer, Parte 0

Tópico de Cáncer

Christopher Hitchens (1949-2011)
Septiembre, 2010


El autor un par de meses después de su diagnóstico.

Más de una vez en mis tiempos me he despertado sintiéndome como la muerte. Pero nada me preparó para la mañana este pasado junio cuando llegué a la conciencia sintiendo como si estuviera encadenado a mi propio cadáver. Parecía que mi pecho y tórax habían sido vaciados y rellenados con cemento de secado lento. Podía apenas escucharme respirar, pero no lograba llenar mis pulmones del todo. Mi corazón parecía estar latiendo demasiado rápido o demasiado lento. Cualquier movimiento, por más sutil, requería anticipación y planificación. Me tomó un esfuerzo extenuante cruzar el cuarto de mi hotel neoyorquino y llamar a los servicios de emergencia. Arribaron con gran prontitud y actuaron con inmensa cortesía y profesionalismo. Tuve tiempo de preguntarme por qué tenían necesidad de tantas botas y cascos y equipo pesado, pero ahora que veo la escena en retrospectiva, la veo como una gentil y firme deportación, llevándome del país de los sanos a la dura frontera que marca la tierra de la enfermedad. Tras unas cuantas horas, habiendo tenido que hacer bastantes procedimientos de emergencia sobre mi corazón y mis pulmones, los doctores en este triste puesto fronterizo me mostraron algunas otras postales de su interior, y me dijeron que mi próxima escala inmediata debería ser con un oncólogo. Alguna clase de sombra se mostraba en torno a los negativos.
    La noche anterior, había estado lanzando mi más reciente libro en un evento exitoso en New Haven. La noche de la terrible mañana, se suponía que debía aparecer en el Daily Show con Jon Stewart y luego aparecer en un evento abarrotado en la Calle 92 Y, en el Lado Este Superior, en conversación con Salman Rushdie.  Mi campaña de negación de corta duración tomó la siguiente forma: no cancelaría estas apariciones, ni decepcionaría a mis amigos, ni perdería la oportunidad de vender un montón de libros. Logré librar ambos trabajos sin que nadie notara nada fuera de lugar, aunque sí vomité dos veces, con un grado extraordinario de precisión, pulcritud, violencia y profusión, justo antes de cada evento. Esto es lo que los ciudadanos del país enfermo hacen cuando todavía se aferran desesperadamente a su viejo domicilio.
    La nueva tierra es muy acogedora, a su modo. Todos sonríen tratando de dar ánimos y no parece haber absolutamente nada de racismo. Un espíritu generalmente igualitario prevalece, y aquellos que administran el lugar obviamente han llegado ahí a base de mérito y trabajo duro. Contraponiéndose, el humor es un poco enclenque y repetitivo, parece no haber nada de plática acerca de sexo, y la comida es la peor de cualquier destino que haya visitado jamás. El país tiene su propio lenguaje—una lingua franca que parece ser tanto aburrida como difícil, y que contiene tales nombres como ondansetron, para medicamento antináusea—así como algunos gestos a los que uno se tiene que acostumbrar. Por ejemplo, un oficial conocido por primera vez podría encajar sus dedos en tu cuello abruptamente. Fue así como descubrí que mi cáncer se había esparcido a mis nodos linfáticos, y que una de estas bellezas deformes—localizada en mi clavícula izquierda—era lo suficientemente grande como para verse y palparse. No es bueno cuando tu cáncer es palpable desde afuera. Especialmente, como en este caso, si no saben realmente dónde estaba su fuente principal. El carcinoma trabaja vivazmente de dentro hacia fuera. La detección y tratamiento suelen ser más lentos y laboriosos, desde fuera hacia dentro. Muchas agujas fueron encajadas en el área de mi clavícula—"tissue is the issue" ["el tejido es el asunto", N. del  T.] siendo un eslogan en el lenguaje de Villa Tumor—y me dijeron que los resultados de la biopsia podrían tomar una semana.
    A partir de los resultados que arrojaron estas células cancerosas, tomó más tiempo llegar a la desagradable verdad. La palabra "metástasis" en el reporte fue la que primero captó mi vista, y mi oído. El alienígena había colonizado parte de mi pulmón, así como buena parte de mi nodo linfático. Y su base de operaciones se ubicaba—desde hacía ya bastante tiempo—en mi esófago. Mi padre había muerto—y muy rápidamente, también—de cáncer del esófago. Él tenía 79. Yo tengo 61. En cualquier clase de "carrera" que pudiera ser la vida, me he convertido abruptamente en un finalista.
    La notable teoría de etapas de Elisabeth Kübler-Ross, en la que uno progresa de negación a la ira, de la negociación a la depresión y a la eventual alegría de la aceptación, no ha tenido mucha aplicación en mi caso. En un modo, supongo, he estado "en negación" por bastante tiempo, conscientemente quemando la vela por ambos lados, y encontrando que da una linda luz. Pero por precisamente esa razón, no puedo verme desgarrado por el shock o escucharme quejándome de cómo es todo tan injusto: he estado tentando a la Muerte a que diera un zarpazo con su hoz en mi dirección, y ahora he sucumbido a algo tan predecible y banal que me aburre inclusive a mí. La ira estaría fuera de lugar, por la misma razón. En vez, soy oprimido por una molesta sensación de desperdicio. Tenía grandes planes para la próxima década, y sentía que había trabajado lo suficientemente duro para ganármelos. ¿Realmente no viviré para ver a mis hijos casados? ¿Para ver el World Trade Center erguirse de nuevo? ¿Para leer—si no es que escribir—los obituarios de villanos ancianos como Henry Kissinger y Joseph Ratzinger? Pero asumo esta clase de no-pensamiento como lo que es: sentimentalismo y lástima propia. Por supuesto que mi libro llegó a la lista de best-sellers el día que recibí el boletín informativo más sombrío, y a propósito, el último vuelo que tomé como una persona sana (hacia una multitud en la Feria del Libro de Chicago) fue el que me acumuló un millón de millas en United Airlines, con una vida de promociones por delante. Pero la ironía es mi trabajo y simplemente no veo ironías aquí: ¿sería menos apropiado tener cáncer el día que mis memorias fueran un fracaso total, o en el que hubiera sido echado de un vuelo de clase turista y abandonado en la pista? Para la pregunta tonta de '¿Por qué a mí?', el cosmos apenas se molesta en contestar: ¿Por qué no?
    El estado de negociación, sin embargo. Tal vez haya alguna escapatoria por ahí. El trueque oncológico es que, a cambio de la oportunidad de unos pocos años útiles, accedes a someterte a quimioterapia y después, si te va bien con eso, a radiación y quizá hasta una cirugía. Esta es la apuesta: durarás un poco más de tiempo, pero a cambio vamos a necesitar algunas cosas de ti. Éstas pueden incluir sentido del gusto, tu habilidad para concentrarte, tu habilidad para digerir, y el cabello en tu cabeza. Esto parece ser un trueque razonable. Desafortunadamente, implica confrontar uno de los clichés más atractivos de nuestro lenguaje. Seguro que lo ha oído. La gente no padece cáncer: se reporta que batallan contra él. Nadie que dé sus buenos deseos omite el lenguaje combativo: puedes vencerlo. Inclusive está en los obituarios de los que han perdido contra el cáncer, como si uno pudiera decir razonablemente que murieron después de una larga y valiente batalla contra la mortalidad. No se oye esto al respecto de pacientes crónicos de enfermedades cardiacas o renales.
    Por mi parte, amo la imagen de una lucha. A veces quisiera estar sufriendo por una buena causa, o arriesgando mi vida por el bien de los demás, en vez de solo ser un paciente en grave peligro. Permítame informarle, sin embargo, que cuando te sientas en un cuarto con otros finalistas, y gente amable te trae bolsas transparentes de veneno y te las enchufa en el brazo, y te pones o no te pones a leer un libro mientras los contenidos del saco de veneno llenan tu sistema, la imagen de un ardiente soldado o revolucionario es la última que se te va a ocurrir. Te sientes empantanado en pasividad e impotencia: disolviéndote sin poder, como un terrón de azúcar en agua.
    Es impresionante, este quimio-veneno. Ha provocado que baje unas 14 libras, aunque sin hacerme sentir más ligero. Me quitó una tremenda erupción en mis espinillas que ningún doctor había siquiera podido explicar, mucho menos curar. (Tremendo veneno, para despachar esos furiosos puntos rojos sin problema alguno.) Que por favor sea así de despiadado con el alienígena y sus colonias muertas. Pero como en contra de eso, las cosas que dan vida y las que dan muerte me han hecho extrañamente neutral. Estaba más o menos reconciliado con la pérdida de mi cabello, que empezó a soltarse en la ducha en las primeras dos semanas de tratamiento, y el cuál guardé en una bolsa de plástico para poder ayudar a llenar un dique flotante en el Golfo de México. Pero no estaba del todo preparado para la forma en que mi rastrillo se deslizaría sin resistencia alguna por mi cara. O para la manera en que mi recién lampiño labio superior comenzaría a parecer como si hubiera pasado por electrólisis, causando que pareciera la tía cotorra del alguien. (El pelo en pecho que alguna vez fue el brindis de dos continentes no ha cedido todavía, pero mucho de él fue rasurado en incisiones hospitalarias, así que es un asunto algo parchado.) Me siento molestamente desnaturalizado. Si Penélope Cruz fuera alguna de mis enfermeras, ni lo notaría. En la guerra en contra de Tánatos, si debemos nombrarla una guerra, la inmediata pérdida de Eros es un enorme sacrificio inicial.
    Estas son mis primeras y crudas reacciones a mi aflicción. He resuelto resistir corporalmente todo lo que pueda, aunque sea solo pasivamente, y buscar los consejos más avanzados. Mi corazón y presión sanguínea y otros signos vitales están fuertes de nuevo: de hecho, se me ocurre que si no tuviera una constitución tan resistente hubiera llevado una vida más sana hasta ahora. En mi contra se encuentra el ciego alienígena sin emociones, alentado por algunos que desde hace mucho me han deseado mal. Pero del lado de mi vida continuada está un grupo de generosos y brillantes doctores, así como un gran número de grupos de oración. Espero escribir acerca de estos dos la próxima vez si—como invariablemente solía decir mi padre—vivo para ello.

Traducción: Héctor Mata

Parte 1
Parte 2
Parte 3
Parte 4
Parte 5

martes, 22 de enero de 2013

Sobre las Fallas Morales Fundamentales del Cristianismo

Prácticamente existe un cristianismo distinto por cada persona que se dice cristiana.  Los tres grupos mayores son los católicos, los ortodoxos y los protestantes; entre ellos existen diferencias considerables.  Pero aun dentro de cada uno de éstos se encuentran más diferencias; por cada individuo que se dice cristiano, hay otro que dice que aquel no es un cristiano de verdad.  Sin embargo, existen algunas creencias de carácter fundamental comunes a la mayoría.
    Palabras más, palabras menos, los cristianos creen en un dios omnipotente, que todo lo sabe y que es perfectamente bueno.  Para lograr el perdón de los pecados de los humanos, este dios sacrificó a Cristo, su hijo (o él mismo, dependiendo del cristiano con el que se converse) y demostró la divinidad de éste resucitándolo al tercer día.  Cristo es considerado un ser humano moralmente ejemplar, si no es que el mejor de toda la historia.  Básicamente, eso es todo lo que se puede decir si se quiere abarcar la mayor cantidad de cristianismos posible.  Pudiéramos agregar, quizá, que muchos cristianos creen que la salvación de las personas--exactamente de qué, hay muchas creencias distintas--depende de que se acepte plenamente que este sacrificio se hizo teniéndolo a uno en cuenta, y la vida terrenal es básicamente una prueba.
    No quiero argumentar aquí acerca de la verdad o falsedad de éstas creencias; más bien, quiero analizarlas moralmente.  Mucha de la discusión en torno a la religión se centra en su veracidad, pero yo creo que vale la pena analizar más su desempeño moral, simplemente desde el punto de vista de una persona moralmente promedio que tiene algo de curiosidad al respecto.

*   *   *

Imaginemos al capitán de un barco al que le está entrando agua, quizá porque chocó con un iceberg, y que se hunde lentamente en aguas heladas e infestadas de tiburones.  El bote está bajo su responsabilidad, y toda la tripulación está dispuesta a seguir sus órdenes.  Para lograr salvar al barco, es necesario cerrar compuertas y escotillas para contener la inundación, cosa que el capitán puede ordenar.  El único problema es que, dentro del área que se va a aislar, se encuentra su hijo, quien moriría ahogado si procede.  ¿Cómo debe proceder?  Lamentablemente para el capitán, salvar su barco y las vidas de todos los demás tripulantes depende de que esté dispuesto a sacrificar a su hijo.  Su situación no es nada envidiable.
    Ahora, supongamos que el capitán de dicho barco es omnipotente.  ¿Cómo cambia la situación?  En primer lugar, podría simplemente reparar la fuga al instante, o evitar que sucediera en primer lugar.  Aun si optara por no repararla, podría encontrar una manera de sacar a su hijo del área que se inunda antes de que fuera indispensable sellarla.  Inclusive si sellara el área con su hijo dentro, podría todavía salvarlo de alguna manera.  Si agregamos que este capitán es perfectamente bueno, y que ama a su hijo y estima a su tripulación, necesariamente optaría por salvarlo y salvar al barco, por el método que fuera; la inacción sería lo único por lo que no optaría.
    Entonces, ¿porqué el sacrificio de Cristo?  ¿Acaso Dios no pudo  encontrar otra manera de perdonar los pecados de la humanidad mas que a través de un sacrificio humano (o de sí mismo)?  Al ser omnipotente y perfectamente bueno, hubiera podido lograr este propósito de una infinidad de maneras distintas que no implicaran la tortura y muerte de nadie.  "Hágase el perdón de los pecados" hubiera sido suficiente.  La conclusión debe ser que Dios no es omnipotente, o que no es perfectamente bueno.  Ambas opciones implicarían el derrumbe de la idea cristiana de Dios, pero la segunda también implicaría la inmoralidad de éste: teniendo el poder de evitar el sufrimiento, opta por él.  Pero hay una salida: quizá Dios simplemente no sabe cómo evitar el mal, aunque tenga el poder y la voluntad para hacerlo.  De cualquier manera, el supuesto sacrificio de Cristo--como ejemplo particular del Problema del Mal--demuestra una vez más cómo el dios cristiano pierde sentido cuando se ponen a prueba sus supuestos atributos de omnipotencia, omnisciencia y omnibenevolencia.
    ¿Y qué podemos decir de la tripulación?  En el caso del capitán común y corriente, los marineros obedecerían la orden de cerrar las compuertas, entendiendo que el sacrificio es por su bien, y admirando y compadeciendo al capitán.  Pero no es lo mismo si el capitán es omnipotente: al saber que su salvación no depende del sacrificio de nadie, se opondrían a tal sacrificio innecesario, aunque fuera por su bien.  Aunque alguno de ellos fuera responsable de poner al hijo del capitán en la zona de inundación, se opondría a su sacrificio, pues estaría consciente de que éste sería completamente innecesario.  Inclusive, podríamos decir que lo moral en ese caso sería que la tripulación se rehusara a cumplir la orden, y sobre todo a aceptar que el hijo del capitán está siendo sacrificado por culpa de ellos.*

*   *   *

Inclusive los seres humanos más sobresalientes son criticables en algún aspecto; es parte de su naturaleza humana ser imperfectos.  Tales son los casos de Isaac Newton, una de las mentes científicas más brillantes que ha dado la humanidad,  pero que era sumamente supersticioso e inclusive creía en la alquimia; los fundadores de Estados Unidos, hombres visionarios y auténticos intelectuales, autores de la primer constitución laica en la historia y también la primera en la que se estableció la libertad de expresión como un derecho fundamental, pero que dejaron pasar la oportunidad de abolir la esclavitud e inclusive la practicaron; o Ghandi, quien prácticamente inventó la resistencia civil, a pesar de ser un racista y fanático sectario.  Lo mismo aplica para personajes ficticios, tales como Hamlet o Fausto, a quienes vemos como más humanos gracias a sus defectos, y por ende valoramos y admiramos sus méritos.
    ¿Pero con qué estándar evaluamos a un personaje como Cristo?  Dejaré a un lado la cuestión de su dudosa existencia, al no ser necesaria para su evaluación moral, simplemente refiriendo al lector a que busque los trabajos de Richard Carrier, David Fitzgerald y Robert M. Price al respecto.  Para el próximo análisis basta suponerlo un personaje como Sócrates, que bien pudo existir solo en los Diálogos de Platón, pero a fin de cuentas son sus ideas las que importan.  Sin embargo, en este caso no se trata de un personaje histórico ni literario, sino uno religioso.  Por decir de sus seguidores, fue algo desde un humano sumamente iluminado hasta el mismísimo Dios hecho hombre (la naturaleza humana o divina de Cristo es una de las cuestiones que más dividen a los cristianos, inclusive a los teólogos más eruditos).  Bien, pues tomémosles la palabra.
    Dado que no existen fuentes históricas alternativas que hablen de Cristo (de nuevo refiero al lector a los autores antes mencionados, que abundan en este tema, además de Bart Ehrman), no queda opción mas que referirnos a los textos evangélicos, tal como nos referiríamos a los Diálogos de Platón para investigar las enseñanzas de Sócrates, y tal como supuestamente lo hacen los mismos cristianos.
    En primer lugar, Cristo nunca renuncia a las barbaridades del Viejo Testamento, desde las prohibiciones más absurdas hasta las órdenes más inhumanas; tan solo las recalca y las declara válidas para siempre, en Mateo 5:17-19:
"No creáis que he venido a anular la Ley o los Profetas.  No he venido a anularlos, sino a cumplirlos.  Porque yo os declaro solemnemente que aún cuando pasen el cielo y la tierra, ni una 'i' ni un puntito de la Ley pasará hasta que no se cumpla todo.  El que violare, pues, uno de esos pequeñísimos preceptos y enseñare eso a los hombres, pequeñísimo será considerado en el Reino de los Cielos..."
    Por si no había quedado claro, lo repite en Lucas 16:17: "Más fácil es que el cielo y la tierra se acaben, que anularse un solo punto de la Ley."  Quedan así validadas por Cristo la misoginia, la esclavitud, el genocidio, las ejecuciones por lapidación, el maltrato infantil y muchas otras barbaridades e inmoralidades que vimos por los cientos de páginas anteriores.
    Tomemos tan solo el caso de la esclavitud, tan promovida por Dios y practicada por los israelitas en el Viejo Testamento (y el Nuevo, por cierto).  Aquí se quedan cortos los pretextos usuales: que si eran otros tiempos, que si el contexto histórico, etcétera.  Se trata del hijo del omnipotente creador del universo.  Si tan solo les dijera a sus seguidores que la esclavitud estaba mal, le hubieran hecho caso.  De lo contrario, Dios podría mandar plagas o lo que fuera para hacer respetar la nueva ley; ciertamente era capaz.  Y vaya que hubiera ayudado al caso de Cristo como el perfecto redentor de la humanidad, si se hubiera adelantado siglos y proclamado a la esclavitud como un mal moral.  Pero Cristo no solamente no hizo esto, sino que hizo lo contrario.  Moralmente, reprobó.
    Otro ejemplo son sus enseñanzas en torno a la familia.  Contrario a lo que tantos cristianos dicen valorar, Cristo desprecia a las familias y se declara la causa de su ruptura (en eso sí ha tenido algo de éxito). Primero, da un incentivo a abandonar a los seres amados en Marcos 10:29:
"...En verdad os digo: no hay quien haya dejado casa, o  hermanos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos, o tierras por mí y por el evangelio, que no reciba cien veces más ahora en esta vida, en casas y hermanos y hermanas y madre e hijos y tierras, con persecuciones, y la vida eterna en el otro mundo."
    Luego llega a lo siguiente, en Mateo 10:21:
"El hermano entregará a la muerte a su hermano, y el padre al hijo; y se levantarán los hijos contra los padres, y les darán muerte."
    Y remata enseguida, en 10:34: 
"No creáis que he venido a traer paz a la tierra.  No he venido a traer paz, sino guerra.  Porque he venido a dividir al hijo contra el padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra la suegra.  Y los enemigos del hombre, son los de su propia casa.  El que ame a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí.  Y el que ame a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí, y el que no tome su cruz y me siga, no es digno de mí."
    ¡El cordero de Dios, seguramente!  ¿Acaso es necesario abandonar a la familia para lograr la salvación?  (Vale la pena notar la sospechosa omisión de las esposas en estas proclamaciones.)  Recordemos la naturaleza del individuo del que estamos hablando: si fuera perfectamente bueno, y si fuera tan siquiera el hijo de un ser omnipotente, entonces encontraría una manera de acercar a la gente a él sin alejarla de sus seres queridos, y esto lo comunicaría de forma clara.  Moralmente vuelve a quedarse corto.
    Otro punto fundamental de debilidad moral en Cristo es la pasividad ante el mal que predicó.  En palabras de Edmund Burke, todo lo que se necesita para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada.  ¿Qué hubiera sido de la Segunda Guerra Mundial si todos simplemente se rindieran ante los nazis?  Si Cristo fuera perfectamente bueno, entonces no soportaría la idea de que triunfara el mal, aunque fuera solo momentáneamente y solo en la vida terrenal.  Haría todo lo posible por evitarlo, aún cuando supiera que el bien triunfaría al final.
    Estos son tan solo unos pocos ejemplos de la inmoralidad de algunas de las enseñanzas de Cristo.  No todas son así, ciertamente, pero recordemos de quién estamos hablando.  Se supone que este fue un individuo tan puro y tan bueno, que su tortura y muerte valió más que la de cualquier persona que jamás haya existido.  De ser quien decía ser (o quienes sus creadores dijeron que era), no encontraríamos nada qué reprocharle en lo absoluto.  Aunque quizá haya sido moralmente novedoso para su época y su entorno, hoy el personaje de Cristo es moralmente primitivo.  Inclusive sus enseñanzas más benéficas fueron antecedidas--por varios siglos en algunos casos--por personajes más elocuentes y menos dogmáticos, tales como Sócrates, Demócrito, Epicuro y Confucio, por mencionar tan solo a unos pocos.

*   *   *

En cuanto a la salvación, las creencias varían bastante.   Para algunos cristianos, el alma de uno puede ir a dar al Infierno si no se acepta a Cristo plenamente antes de morir; para otros, el Infierno no es necesariamente un lugar real y quienes no crean son simplemente aniquilados.  Los criterios que determinan quién se salva y quién no son tantos como los hay cristianos, y las descripciones de lo que constituye a la salvación y a la perdición también.  Habiendo hecho esta concesión, analicemos la idea de la salvación un momento.**
    Primero, supongamos que Dios es omnipotente y que lo sabe todo.  Él determina los criterios para la salvación de las personas, sean los que sean.  Dado que lo sabe y lo puede todo, no hay nada que suceda sin que haya sido su intención.  Todo lo bueno que pasa, y todo lo malo, ya lo tiene previsto e inclusive planeado desde el inicio de los tiempos, pues lo sabe todo y lo puede todo.  Luego entonces, quienes rompan sus reglas lo están haciendo porque él lo planeó así; tan sólo están ejecutando su plan.
    ¿Qué sentido tiene entonces recompensar a los buenos y castigar a los malos?  ¿Podemos decir que un individuo merece la perdición, si fue diseñado así desde el principio, aunque él no lo quisiera?  Ciertamente, el dios bíblico es capaz de tal alevosía---continuamente manipula a las personas para luego castigarlas, por nada más que sadismo puro.  Pero la verdad es que la gran mayoría de los cristianos no creen en el dios bíblico, aunque digan que sí (esto es una consecuencia de que la mayoría de los cristianos simplemente no leen la Biblia; el dios en el que creen es perfectamente bueno, omnipotente y lo sabe todo, mientras que el dios bíblico no es ninguna de esas tres cosas).  La omnisciencia y omnipotencia de Dios automáticamente lo hacen responsable de todo; entonces, es injusto que él castigue a los individuos 'malos'.

*   *   *

¿Cuál es la importancia de estas conclusiones?  En general, los aspectos analizados aquí tienen poca relevancia para la vida práctica, inclusive la de un cristiano.  Las cuestiones que afectan más su visión moral son los detalles doctrinales secundarios, aquellos que son particulares de cada rama y denominación, e inclusive dependen del individuo.  Es cuando se consultan esos detalles que vemos que algunos cristianos sí consideran ciertas cosas como particularmente inmorales, como pudieran ser la homosexualidad, el aborto, la prostitución, la pornografía o la eutanasia.  Lo importante que hay que recalcar es que la mayoría de los cristianos son altamente éticos en su vida diaria a pesar de lo que dicen creer.  Esto se debe, quizá, a un alto grado de seccionamiento del pensamiento, en donde ciertas ideas están aisladas de la razón y la moral cotidianas, permitiendo al sujeto llevar una vida altamente funcional y ética, y rara vez dándose la disonancia cognitiva que debería surgir al criticar estas ideas con consistencia.



Un enlace sumamente útil: http://www.project-reason.org/scripture_project/

(*)La analogía del barco que se hunde tiene mucha tela de dónde cortar. Aquí dejo algunas consideraciones adicionales; seguramente puede sacársele aun más jugo, ejercicio que se le propone al amable lector.
    1. ¿Cómo cambiaría la situación si se tratara de un tripulante cualquiera al que se va a sacrificar, y no necesariamente al hijo del capitán, ya fuera el capitán común o el capitán omnipotente? ¿Acaso vale más la vida del hijo del capitán que la de otro tripulante que tuviera la mala suerte de encontrarse en el lugar equivocado, en el momento equivocado? El número total de vidas sacrificadas y salvadas sería el mismo.
    2. Suponiendo el caso del capitán omnipotente, ¿qué podemos decir acerca de un capitán que a propósito coloca a su hijo en el área de la inundación, sabiendo lo que iba a ocurrir y siendo esto innecesario para salvar al barco y al resto de la tripulación? ¿Y cómo afecta esto a la relación entre el capitán y el resto de la tripulación? Supongamos que la tripulación se negó a sacrificar a nadie, por ser esto innecesario para su salvación. Adicionalmente, supongamos que el capitán, haciendo uso de su omnipotencia, decidió cerrar las escotillas y compuertas él mismo--sin la tripulación--para sacrificar a su hijo y salvar al barco. Ciertamente, la tripulación le debe la vida al capitán, pero ¿es acaso responsable la tripulación por la muerte del hijo del capitán? Obviamente no.
    3. Acercando más la analogía a la situación que creen los cristianos, consideremos lo siguiente: solamente una porción pequeña de la tripulación sabe que (1) quien se encuentra en la mala posición de estar a punto de ser sacrificado es hijo del capitán y (2) que el capitán es omnipotente. Estas personas tendrían entonces el deber moral de oponerse al sacrificio y desobedecer las órdenes. Sin embargo, ninguna de estas personas se encuentra entre los que materialmente van a ejecutar la orden de sellar el área y contener la inundación, pues se encuentran en otra sección del barco o haciendo otras tareas. Los autores materiales de las órdenes sí saben que morirá alguien si obedecen, pero desconocen su relación con el capitán y desconocen la naturaleza omnipotente de éste. Hasta donde ellos saben, están siguiendo órdenes necesarias para salvar al barco, y la muerte de quien se encuentre en la zona inundada es un hecho trágico, pero necesario y éticamente justificado. ¿Qué responsabilidad puede atribuírsele a éstos tripulantes por el sacrificio del hijo del capitán (que además realmente es un sacrificio innecesario)? Acercando aún más la analogía a la creencia cristiana, ¿qué responsabilidad tienen las familias de los tripulantes, e inclusive sus descendientes, en las acciones de éstos? Acaso el tataranieto de alguno de ellos--que no estuvo presente en los hechos, que no tiene conocimiento de ellos y que, de haber estado presente e informado plenamente acerca de la situación, se hubiera opuesto al sacrificio innecesario--tiene alguna responsabilidad o culpa?
    4. Por último, supongamos que el capitán omnipotente se las ingenió para salvar a su hijo después de que sus tripulantes ingenuos cerraran las compuertas, y sin protesta de los pocos que estaban al tanto de lo que realmente estaba sucediendo. Supongamos que todo fue una simulación, planeada con anterioridad y alevosía, y que realmente el hijo del capitán alcanzó un bote salvavidas y escapó, e inclusive hubo gente que lo vio sano y salvo tres días después. ¿Qué pasaría si el sacrificio del hijo del capitán realmente no fuera un sacrificio? ¿Qué podría reclamarle el capitán entonces a su tripulación, tanto a los ingenuos como a los otros, en cuanto a que supuestamente su hijo murió por ellos? ¿Qué podría reclamarle a las familias de los tripulantes y sus descendientes, si todo fue un montaje para chantajearlos moralmente?
 
(**) Aquí vale la pena mencionar las condiciones que se imponen para lograr la salvación, según algunos cristianos.  Básicamente, Dios es como un jefe mafioso que hace a los humanos "una oferta que no puedan rechazar": por un lado les ofrece la salvación, a cambio de su sumisión/credulidad; por otro lado, les da la "libertad" de no someterse y de no creer, pero con la pena de pasar una eternidad en Infierno.  ¿Qué clase de libertad es esa?  En realidad no es más que una vil amenaza, tal como la haría un gángster, solo que en este caso es un gángster moral.  Por lo tanto, el perdón de los pecados que se ofrece no es un perdón auténtico, simple y llano; más bien es un perdón a medias, condicional y chantajista.