martes, 26 de febrero de 2013

Carta Abierta a un Mormón

El verdadero enemigo del conocimiento no es la ignorancia, sino el conocimiento equivocado.
-Stephen Hawking

Querido hermano:

Yo estoy consciente de que en todas las religiones hay un gran espectro de diversidad en torno a las creencias particulares de sus adherentes. No todos los miembros de una religión creen en las mismas cosas y, en la medida que sí lo hacen, tienen distintos grados de certeza e interpretaciones distintas. Aun así, es posible generalizar un poco y describir a las religiones por sus preceptos o creencias generales—esto es extremadamente delicado pero, ante la imposibilidad de dirigirse individualmente a los millones de creyentes distintos, cada uno con creencias ligeramente (o no tan ligeramente) distintas entre sí, es también necesario.
    Antes de entrar de lleno en mis cuestionamientos, quiero dejar bien claro el tono de este texto. Ya me conoces bien, por lo que no debo explicar mucho que soy ateo. Lo que considero que sí vale la pena mencionar es que además no creo que todos los puntos de vista sean igual de válidos. No soy un relativista, pues. El enfoque de “cada quién lo suyo”, como lo conocemos en México, me parece mediocre y conformista, además de hipócrita y deshonesto. Algunas ideas son simplemente mejores que otras. También soy de la idea de que el primer propósito de la educación es poner en perspectiva cuánto no se sabe.
    Estos dos enfoques me llevan a ser bastante preguntón, quizá hasta el grado de ser molesto, o por lo menos incómodo. No es mi intención ser ofensivo o irrespetuoso, pero temo que es un efecto secundario inevitable de ser franco acerca de las dudas que uno tiene. Mi intención es comparar mis ideas con las de los demás, sabiendo de antemano que, cuando dos ideas mutuamente excluyentes se encuentran, ambas no pueden tener la razón, y admito la posibilidad de que pudiera estar en lo equivocado. Se siente muy bien tener la razón y ser vindicado, pero lo que me impulsa es más bien lo contrario: no soporto la idea de tener conocimiento equivocado o incompleto, y constantemente busco comparar mis ideas con las de los demás. No sé si pueda llegarse a la verdad absoluta en la práctica, pero sí me parece claro que algunas ideas tienen que estar equivocadas y que podemos identificar cuáles son e irlas descartando.
    A pesar de lo que tantos relativistas morales e intelectuales dicen, realmente no da igual qué religión tenga uno. Distintas religiones tienen distintos orígenes y preceptos. Así, sus miembros pueden llegar a determinar, basándose en sus creencias, qué es lo que consideran moral o inmoral, justo o injusto, obligatorio u opcional, prohibido o permitido. (Por ejemplo, si se necesita un trasplante o una transfusión de sangre, ser un Testigo de Jehová presenta complicaciones que otras religiones no.) Claro, existen personas que separan sus creencias religiosas particulares de su vida diaria en gran medida pero, ¿no es esto más bien señal de que en realidad no las creen? ¿Qué caso tiene tener una creencia que solo va a ser guardada bajo llave en un baúl mental (o espiritual, dirían algunos), y qué determina el momento en que se saca de ahí?
    Es tomando en cuenta estos dos puntos, de generalización y de no-relativismo, que quisiera preguntarte acerca de lo que pudieras o no creer. Verás, la religión mormona nace en una época relativamente cercana a comparación de otras, por lo que sabemos mucho más acerca de sus orígenes a través de evidencia directa. Los eventos y personajes que la protagonizan están bien documentados por sus contemporáneos (inclusive tenemos fotografías y reportajes periodísticos de muchos de ellos). Además, muchas de las creencias del mormonismo son en torno a eventos supuestamente reales, que pueden ser verificados fácilmente por disciplinas como la arqueología, la historia y la ciencia. Los resultados de estas averiguaciones, al ser comparadas con las creencias mormonas, deberían provocar lo que entre ateos solemos llamar “disonancia cognitiva”: unas ideas chocan con otras y producen un efecto desagradable, si es que se creen ambas por igual. Simplemente ir a la escuela y tomar clases de historia debería ser suficiente para originar esta disonancia, si se es mormón.
    Comenzando por éste último punto primero: ¿en verdad crees que los habitantes prehispánicos del continente americano son descendientes directos de una tribu perdida de Israel? Supuestamente, el Libro de Mormón cuenta los eventos que sucedían en América de manera paralela a los eventos en Palestina narrados por la Biblia. Relata desde la llegada al continente de los primeros habitantes desde Israel, por medio de embarcaciones que cruzaron el Atlántico, hasta numerosas divisiones y batallas que ocurrieron entre ellos. El primer punto notable es que nada de esto es mencionado por las culturas prehispánicas en sus propios documentos, que son extensos y detallados en tantos otros aspectos. ¿No sería de esperar, si fueran ciertos estos relatos, que sería un hecho al menos mencionado en las historias que cuentan—digamos—los olmecas o los mayas? ¿Por qué es que los incas y los teotihuacanos tampoco dicen nada al respecto, ni tampoco los indios norteamericanos? ¿Cómo es que los eventos y personajes relatados en el Libro de Mormón solamente aparecen ahí, pero no en los lugares donde realmente deberían estar? Si es cierto que son descendientes de Israel, ¿cómo es que en ninguna de estas culturas sobrevivió el lenguaje arameo, o el hebreo? No se encuentra ni una sola palabra, ni una sola letra, ni mucho menos la estructura gramatical correspondiente en los lenguajes prehispánicos—algunos de los cuales todavía se hablan hasta hoy.
    Adicionalmente, se han hecho estudios científicos acerca del origen de las culturas indígenas; empezando por las culturas más al sur del continente, resulta que cada una se parece, más que a nadie más, a sus vecinos del norte. Se puede recorrer así cada una hasta llegar al extremo norte del continente, y entonces cruzar por el Estrecho de Bering hacia Asia. Las culturas prehispánicas se parecen mucho más en su genética a los mongoles que a los palestinos.
    Pasando al siguiente punto: no hay manera realmente delicada ni diplomática de decir esto, así que lo diré tan directamente y sin rodeos como se pueda: Joseph Smith fue un notorio charlatán. Inclusive fue encontrado culpable de fraude en una corte de la época. Los relatos acerca de cómo encontró placas doradas en un cerro en Nueva York, convenientemente cerca de su casa, y de su posterior traducción del idioma original (“egipcio reformado”, según él) a inglés del siglo XVI (estando él en el XIX), francamente apestan a fraude. Convenientemente, las placas ya no están disponibles para ser analizadas por expertos (algunas versiones las dan por perdidas, mientras que otras las consideran “devueltas” a sus autores divinos) y nadie las vio mas que el propio Smith (otros "testigos" surgieron hasta ya pasados varios años de los hechos). Esto, a pesar de que—siendo analfabeta—tuvo que dictar su traducción a un sumiso e ingenuo escriba, que ni siquiera tenía permitido estar en la misma habitación. (Cabe mencionar que, dentro de la resultante “traducción”, se encuentran extensos pasajes plagiados directamente—e ineptamente—de la Biblia.) Todos los testigos y cooperadores de Smith fueron sus familiares y amigos cercanos y, a su muerte por linchamiento, no pudieron ponerse de acuerdo en muchos aspectos doctrinales, lo que provocó divisiones en la iglesia mormona que prevalecen hasta nuestros días. ¿Cómo reconcilias estos hechos con tu creencia de que Smith fue un profeta (suponiendo que tal cosa exista), de la misma estatura que Cristo o Mahoma, si es que en verdad tienes esta creencia? ¿Cómo enfrentan los mormones esta información acerca de su fundador?

En la lógica y en la ciencia se hecha mano de un principio sumamente útil conocido como La Navaja de Occam. Una caricatura cruda de éste principio es que “la explicación más sencilla tiende a ser la correcta”. Más bien, la Navaja de Occam dice así: no hay que incurrir en complicaciones lógicas innecesarias. Antes de proponer una explicación complicada a un problema, primero hay que verificar que las explicaciones más sencillas realmente no sean suficientes. Entre más complicada sea una explicación, más presión se tiene para producir evidencia que la respalde.
    Entonces, te pregunto ahora: ¿qué es más simple? Por un lado, tenemos una conspiración de la arqueología con la historia y con la ciencia, de modo que expertos de las tres ramas se ponen de acuerdo para dar la ilusión de que cada una independientemente falsifica la religión mormona rotundamente; por otro lado, tenemos la versión más simple de que la religión mormona es de hecho un fraude (no que otras religiones no lo sean, pero ciertamente no de forma tan descarada ni a pesar de tanta evidencia directa).
    Y luego están las otras cuestiones más prácticas (y más inmediatas) del mormonismo. ¿Qué me puedes decir acerca del racismo de tu religión, que hasta 1979 negaba a personas de color la posibilidad de aspirar a su obispado (y todavía se lo niega a las mujeres), y que durante tantos años fue considerada una organización racista, a la par del Ku Klux Klan y los neonazis? ¿Qué hay en torno a la homofobia promovida por la iglesia mormona, llegando al grado de financiar campañas anti-homosexuales en cada ciclo electoral en los Estados Unidos? ¿Y qué efecto tiene tu religión—si es que tiene alguno—en tu visión acerca de la masturbación y la pornografía? ¿Es solo una casualidad que el estado de Utah sea el estado que más paga por ver porno en toda la unión americana? (No que esto tenga nada de malo en sí, sino más bien desde el punto de vista de la hipocresía y la doble moral.) ¿En qué medida te deslindas tú, en lo particular, de estos puntos de vista?

He tenido la oportunidad de atender algunos de los servicios religiosos (“conferencias”, me parece que es el término más correcto) de la religión mormona. Y en estos servicios he notado que constantemente se recomiendan—mejor dicho, se exigen—la obediencia y el pago del diezmo a iglesia. Sobre todo me incomoda la obediencia. Verás, yo no la considero una virtud. De hecho, me parece un serio síntoma de debilidad intelectual y moral hacer algo solo porque se está obedeciendo. ¿Consideras a la obediencia como una virtud? ¿Eres buena persona solamente porque obedeces a quien te dice que hay que serlo? Y el pago del diezmo me parece extrañamente irónico, ya que uno pensaría que Dios podría hacerse cargo del financiamiento de sus seguidores, sin tener que requerir de ellos que mantengan a su iglesia dando una porción de su duramente obtenido ingreso (esto lo tienen en común con otras iglesias, ciertamente, pero en pocas se hace tanto énfasis en dar un porcentaje tan riguroso y tan constante).
    Y otro aspecto que me inquieta, ya que andamos por aquí: ¿por qué repiten tanto la frase “esta es la religión verdadera”? Verás, todas las religiones hacen esa suposición, pero pocas lo dicen tan textualmente, casi mecánicamente, a cada oportunidad que tienen. He conocido varios mormones, y muchos en algún momento mencionan que han investigado su fe y llegado a la conclusión de que es “la iglesia verdadera”. También parecen muy apurados por mencionar que fue completamente opcional, que nadie se las impuso—aunque, casualmente, sus padres casi siempre son mormones también—y que les gusta mucho. (Esta actitud contrasta con los casos de gente que quiere dejar la iglesia y no se les permite. ¿Has sabido de estos casos?) Nuevamente, esto no es precisamente nuevo en su contenido, pero sí en su presentación—compara con los judíos, por ejemplo, que se consideran el pueblo elegido de Dios, que creen que todos los demás ya nos jodimos, pero que rara vez le dan voz a estas convicciones, inclusive entre ellos mismos.

Yo entiendo que la religión le da significado a la vida de muchas personas, y que eso las hace felices—a muchos no se les nota, pero por lo menos eso dicen. Afirman que les es reconfortante creer que son parte de un plan hecho por alguien superior a ellos. Aun otros mencionan que su fe le da una dirección moral a sus vidas. Entiendo estas razones, pero no me parecen válidas. Verás, yo creo cosas porque considero que son ciertas—y nada más. Si me son agradables o no es irrelevante; la búsqueda de la verdad es lo que más me importa. Muchos creyentes, cuestionados en torno a este punto, básicamente cambian de tema y alegan que “hay que respetar” la religión de cada quién, o evaden y desvían la pregunta con frases como “¿y quién eres tú para...?” De ahí que el mormonismo sea tan particular, con su énfasis en la verdad de lo que dicen creer. ¿En verdad crees que es verdad? ¿Qué sentido tiene creer en una metáfora, sobre todo cuando la realidad la contradice? ¿Qué criterios usas para decir que algo es una metáfora, o que realmente sucedió? ¿No te inquieta que la verdad de tus creencias dependa de teorías de conspiración en su contra? ¿Qué evidencia tienes de estas conspiraciones, si es que crees en ellas?
    No espero una respuesta a cada una de las preguntas que acabo de hacerte. De hecho, me daría por bien servido con que siquiera encuentres este texto, aunque sea por equivocación.  Trato de pensar cosas como “si yo fuera mormón y leyera esto...”, pero en cuanto lo hago mi conciencia me dice que gente como yo nunca podría ser mormona—ni católica, ni cristiana, ni judía ni musulmana, ya que andamos en eso. No está en mi naturaleza. No te miento: si de esperanza se tratara, yo tendría la esperanza de que este pequeño texto te hiciera reflexionar un poco y, siendo muy optimista, que fuera el comienzo de tu renovada búsqueda por la verdad. Pero no soy bueno para la esperanza, ni para el optimismo tampoco. Así que escribo estas palabras, entonces, porque a mí me ha sucedido que las cosas que creo han sido cuestionadas, y me considero afortunado de que así haya sido. (Hay muchas cosas en las que he cambiado de opinión a través de los años, y muchas cosas acerca de las cuáles simplemente no sé mi posición todavía, y tal vez nunca la define por completo.)  No puedo demostrar que esto me haya hecho más feliz que un creyente—de hecho, estoy seguro que ellos son más felices—, y no me ha reconfortado en casi nada, ni mucho menos me ha dado paz. Pero considero que gracias a ello soy mejor persona.

Gracias por tu tiempo.

Es mucho mejor aceptar el universo como es realmente, que insistir en un delirio, por más satisfactorio o reconfortante que éste sea.
-Carl Sagan



La punta del iceberg:

Un invaluable recurso para el escéptico:
http://www.project-reason.org/scripture_project/

Un primer acercamiento, algo somero:
http://en.wikipedia.org/wiki/Mormon

Christopher Hitchens sobre el tema:
http://www.youtube.com/watch?v=5WNzWp73_cg                    (Extracto del libro God is Not Great)
http://www.slate.com/articles/news_and_politics/fighting_words/2007/11/mitt_the_mormon.html

Algunos ex-mormones y sus testimonios:
http://www.exmormon.org/
http://www.iamanexmormon.com/

Un poco sobre la genética y el mormonismo:
http://usatoday30.usatoday.com/tech/news/2004-07-26-dna-lds_x.htm
http://en.wikipedia.org/wiki/Genetics_and_the_Book_of_Mormon

Un poco sobre el racismo:
http://www.slate.com/articles/life/faithbased/2012/03/mormon_church_and_racism_a_new_controversy_about_old_teachings_.html
http://www.nytimes.com/2012/08/19/opinion/sunday/racism-and-the-mormon-church.html?_r=0

Sobre la pedofilia, adulterio y poligamia de Joseph Smith:
http://exmormon.org/d6/drupal/taxonomy/term/21
http://exmormon.org/d6/drupal/Joseph-Smith-was-a-Pedophile-Mormon-sources.

Sobre la misoginia y represión de las mujeres en general dentro de la iglesia:
http://www.exmormon.org/mormwomn.htm

Guía mormona para dejar de masturbarse:
http://www.moonmac.com/Mormon_masturbation.html

Sobre la homofobia:
http://www.prwatch.org/node/7999
http://archives.religionnews.com/blogs/jana-riess/mormons-and-homophobia-mormons-and-gay-pride



miércoles, 6 de febrero de 2013

A Un Año del Diagnóstico

Hace un año fui hospitalizado de urgencia y diagnosticado con diabetes tipo I. Recuerdo que en aquel momento pensé en las distintas “fases” del duelo que identifican los psicólogos: negación, ira, depresión, negociación y aceptación. Pensé en que, por lo menos, pondría a prueba aquel modelo. Recuerdo claramente que en mi caso la negación llegó en forma de incredulidad: tanto yo como mi familia teníamos la esperanza—aun estando en la cama del hospital y con los resultados de los análisis en mano—de que fuera alguna otra cosa la que estaba mal, y que tan solo parecía que la producción de insulina en mi páncreas había sido abruptamente cancelada. Tiene que ser otra cosa, pensé. Y es que las probabilidades de que uno desarrolle diabetes tipo I son tan minúsculas, que cualquier teoría de conspiración biológica parecía tener más posibilidades.
    En cuanto a la ira, no recuerdo haber pasado por ella. Ciertamente había sentido ira antes, por lo que la hubiera identificado; simplemente no se presentó. Quizá hubo algunas contramedidas racionales que la previnieron. ¿Ira contra qué, o contra quién? ¿Contra mi propio sistema inmune, por haber hecho cortocircuito y neutralizado mi páncreas? Después de 29 años exitosos de mantenerme vivo—y de seguir peleando contra invasores microscópicos desde entonces—no había nada qué reprocharle. Además, no es como si hubiera hecho cortocircuito a propósito ; no al menos que le atribuyera conciencia a un ente difuso, compuesto de pequeños robots biológicos que, hasta donde ellos “saben”, tan solo están haciendo su trabajo. ¿Ira contra un dios en el que no creo? No tenía sentido tampoco. Parecía que el modelo de los psicólogos se debilitaba un poco. 
    Ah, pero luego estuvo la depresión. Definitivamente pasé por eso. No fue una depresión quejosa ni lastimosa; más bien, fue una sobria reacción ante un duro recordatorio acerca de la mortalidad de uno mismo. Fue Sam Harris quien mencionó, en su plática Death and the Present Moment, que todos vivimos como si no supiéramos que vamos a morir. Sabemos que el momento se acerca cada vez más, y sin embargo actuamos como si no fuera a llegar nunca. Y cuando finalmente llegan esos últimos momentos—o duros recordatorios de ellos, como el que yo tuve—nos damos cuenta de que hemos perdido tanto, pero tanto tiempo, haciendo cosas tan, pero tan poco importantes. Ahora sabía de qué me iba a morir. Todos los planes que hiciera a partir de ese momento, y todas las consideraciones a futuro, serían bajo el entendido de que, como diabético, mis probabilidades de vivir lo suficiente no serían las mismas que las de una persona sana. Y eso lo deprime a uno, por supuesto. 
    Y claro que tengo planes a largo plazo, y compromisos. Llevaba solo cinco meses de casado al momento de ser diagnosticado, compromiso que hice con la intención de que durara toda la vida. Además, llevaba apenas dos meses de pagar la hipoteca de una nueva casa, con plazo a veinte años. Y había tantas cosas más que quería—quiero—hacer todavía. A todos los planes a mediano y largo plazo se les puso entonces un discreto pero notable asterisco. 
    Y por si fuera poco, justo recién salido del hospital, llegué a la casa y leí el instructivo que venía con la insulina que acababa de comprar. Después de alguna información técnica acerca de la fabricación de la insulina, aparece este fragmento: 
Su médico le ha explicado que usted padece diabetes. Usted ha aprendido que el tratamiento de la diabetes que padece requiere de inyecciones de insulina. 
    Para alguien recién diagnosticado y pasando por la fase de depresión, lo anterior es lo mismo que esto: Vaya que usted ya se jodió. Va a tener que inyectarse de por vida. Después de más información acerca de cómo administrar las inyecciones, aparecen unos apartados explicando las causas y los molestos síntomas tanto de la falta de azúcar en la sangre como de su exceso. En ambos casos, se termina con la siguiente frase: Llame de inmediato a su médico si experimenta cualquiera de estos síntomas, ya que después pueden presentarse el coma diabético, pérdida del conocimiento o la muerte.
    Estupendo, gracias. No solo se veía desolador el panorama a mediano y largo plazo, sino que ahora podía caer en coma y morir por un descuido cotidiano. ¿Cómo se suponía que iba a seguir adelante con mi vida? 
*    *    *

Pero justo en el mismo instructivo, presente en cada frasco de insulina que he comprado desde entonces, aparece la siguiente frase:
A pesar de la diabetes, usted puede llevar una vida activa, saludable y útil, si se alimenta con una dieta balanceada diariamente, hace ejercicio con regularidad y se aplica sus inyecciones de insulina exactamente como se las prescribió el médico.
    Y fue justamente eso lo que hice. Sobre todo, puse énfasis en hacerme útil y ocuparme. Fui dado de alta del hospital un miércoles por la tarde, y el jueves en la mañana ya estaba pidiendo informes en la universidad para empezar la maestría en física. La siguiente semana me puse en contacto con un médico nutriólogo, que diseñó un protocolo alimenticio específicamente para mí. Inclusive adquirí una máquina para hacer ejercicio—algo en lo que he fallado últimamente, debo admitir, pero que usé constantemente en un inicio. El caso es que el diagnóstico de diabetes acabó por darme un golpe de vigor y estámina. La depresión me duró unas semanas, o quizá uno que otro mes, pero fue una depresión provechosa y útil. En cuestión de meses logré no solamente controlar mis niveles de azúcar, sino que llegaron al punto en que, basándose solamente en las pruebas de laboratorio, la diabetes se volvió indetectable. Había bajado algo así como ocho kilos en los días que estuve hospitalizado, y hasta la fecha no los he vuelto a subir, a pesar de no estar haciendo todo el ejercicio que debería. La transición a la fase de negociación no salió nada mal. 
    Claro, hubo varias cosas que se negociaron. A cambio de niveles de azúcar perfectamente normales, y de no más de 40 unidades de insulina al día (en dos dosis, de 22 y 18 unidades cada una), tuve que renunciar por completo a ciertos alimentos, y sustituir otros por versiones para diabéticos. Los productos light se han vuelto parte de mi vida diaria ahora. Y la cantidad bruta de comida que ingiero es menos de la mitad de lo que era antes. No soy precisamente delgado, pero sí estoy más delgado que justo antes de ser diagnosticado y me ubico muy cerca de mi peso ideal. 
    Sólo hay dos indicadores que se resisten a ubicarse dentro de lo completamente normal y sano: mi función renal y mi colesterol. Precisamente, las dos principales causas de muerte entre los diabéticos son la insuficiencia renal y las enfermedades cardiovasculares. Pero aún tengo tiempo de ponerlos en sus niveles apropiados, y los métodos y medicamentos para hacerlo están a mi disposición.

*    *    *

Finalmente, llegamos a la fase de la aceptación. De algún modo la palabra parece inadecuada. ¿Acepta usted tener que inyectarse insulina de por vida? Por supuesto que no lo acepto, idiota; cada vez que me inyecto quisiera que no tuviera que hacerlo. ¿Acaso un paciente de cáncer acepta su quimioterapia? Ah, pero es que no se trata de esa clase de oferta; más bien, se trata de una oferta como las que haría El Padrino: una oferta que no puedes rechazar, porque realmente no te están preguntando. Puedes elegir qué vas a hacer a continuación—el control de daños, pues—, pero el daño ya está hecho, quieras o no. Cuando se le pone de esa forma, y cuando el no aceptar implica tener una muerte humillante, lenta y dolorosa, entonces sí, supongo que “acepto”. 
    (Aquí no puedo resistir hacer la analogía del dios cristiano al jefe mafioso, que le “ofrece” a algunos seres humanos semejantes condiciones como la diabetes, el cáncer, la idiotez, o la pobreza, mientras que a otros no, pero que al mismo tiempo se esmera en hacer que éstas parezcan surgir completamente a consecuencia de factores físicos, genéticos, sociales, familiares, demográficos o económicos, absolutamente fuera de su control y atropellando por completo su supuesto libre albedrío. Reconozco que soy justamente el irrespetuoso blasfemo al que semejante tirano mezquino como el dios bíblico quisiera castigar pero, ¿qué hay de tantos niños y niñas—fervientes creyentes en algunos casos—que a pesar de su fe y oraciones son afligidos con el mismo mal que yo, o cosas peores? ¿Qué clase de plan amoroso y perfecto requiere de “ofertas” tan caprichosas y nefastas como estas? Tal disonancia cognitiva habría de ser una verdadera fuente de confusión—y de ira—en un creyente y, una vez más, me alivio de no serlo.) 
    Haciendo un recuento de mis aflicciones, definitivamente pudiera ser peor. Ya quisiera un paciente de esclerosis múltiple o cáncer pancreático cambiar su padecimiento por el mío. Lo cual no significa, claro, que ya me liberé de estos u otros padecimientos. Nada impide que además de la diabetes me aflija el Alzheimer, o el Parkinson, o algún cáncer u otro; ni tampoco, por cierto, que me atropelle un autobús o que muera en un asalto a mano armada. Todos estos males y más, bien podrían suceder de todos modos. Así que no queda nada sino seguir adelante, aprovechar el tiempo que tengo, aprovechar que aun tengo mi dignidad y mi lucidez, y no hacer nada estúpido que ponga en peligro la de por sí frágil y valiosa vida que he tenido la fortuna de llevar hasta ahora.

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sábado, 2 de febrero de 2013

De Mozart a Mahler

El propósito de la educación no es validar la ignorancia, sino superarla.
-Lawrence Krauss

Estalla un estruendoso alarido de batalla, y luego una fanfarria, seguida de ecos de maldad; grito de batalla para una fuerza temible, de proporciones épicas; un enemigo—no, un ejército—que avanza con golpes, cañonazos, potentes pulsaciones de ira marcial. Está compuesto de todo tipo de seres perversos, pequeños y grandes, sofisticados y brutos, de los que atacan por enfrente y de los que sabotean a escondidas también. Una y otra vez suena el rugido del antihéroe, el enemigo que se acerca a hacer batalla y destrucción. Es de una maldad incesante, un torbellino de furia destructiva y despiadada que se avecina. Parece demasiado enérgico para su propio bien; semejante ira no puede durar tanto, y sin embargo lo hace. Cuando por fin comienza a ceder, lo hace en gritos y golpes y pulsos, y se va, desapareciendo gradualmente. Los tambores de batalla ceden en intensidad y se vuelven más espaciados, con una última fanfarria en la lejanía, algo entre un grito distante y un eco.
    Entonces aparecen otras pulsaciones, más como las de un latido—no, las de una respiración. Tras varios intentos, logra al fin convertirse en la más dulce voz; una voz femenina, sin duda, que bien pudiera ser la de una amante desolada, o la de una hija amada dejada atrás. Lo único claro es que a esta presencia femenina se le extraña con una pasión desgarradora, y que ella extraña también. Su llanto sube y baja, a veces dando saltos considerables, pero nunca llegando a lo grotesco. Entonces insiste, insiste, y luego cede, poco a poco, implorando. Regresa, regresa, regresa por favor. Me estoy muriendo de extrañarte y temer por ti. En un último suspiro desgarrador, lleno de dolor y pasión, pero también de esperanza, se extingue. Y luego de un corto interludio misterioso se avecinan de nuevo, a lo lejos, las tinieblas…
    Lo anterior es parte de lo que se le viene a la mente a su humilde servidor cuando escucha los primeros siete u ocho minutos—dependiendo del tempo que haya elegido el director—del movimiento final de la Sinfonía No. 1 'Titán', de Gustav Mahler. El movimiento completo dura más de veinte minutos, cada uno saturado de energía y pasión a su modo.  La sinfonía es seguramente la más fácil de escuchar del compositor, tanto por su lenguaje musical como por su duración. Y sin embargo, son pocas las personas que la conocen. Pensándolo bien, son pocas las personas que tan siquiera han oído hablar de ella, o del mismo Mahler, por cierto. Lamentablemente, forma parte de una categoría de expresión humana a la que la mayoría de las personas se cierra automáticamente, por considerarla a priori aburrida y sólo para intelectuales elitistas.

*    *    *

Todos han oído hablar de Mozart y Beethoven, pero pocos realmente conocen sus obras. Lo mismo sucede con intelectuales de otras ramas, como Shakespeare, Marx, Darwin y Einstein. Cuando las personas se encuentran con sus obras en su forma original, generalmente no hacen siquiera el intento de comprenderlas, aunque sea a través de alguna otra persona que haga el favor de dar una explicación o introducción. La mayoría de las personas llegan, cuando mucho, a simplemente dar por sentado el hecho de su genialidad—aunque a Darwin se la regatean más que a otros—y luego tratan de condensar el mérito del intelectual en cuestión con alguna frase que frecuentemente subestima, denigra o inclusive malinterpreta por completo la obra del genio en cuestión (un ejemplo claro de este grave vicio mental es atribuirle a Einstein el que “todo es relativo”).
    En el caso de la música clásica, como con cualquier obra intelectual, la clave está en poner atención y pensar. No se puede llegar de forma pasiva, como suele hacerse con música de carácter “comercial”. Aunque frecuentemente es utilizada como un adorno sonoro que se pone en el fondo, la música clásica está compuesta con la intención de ser escuchada por sí sola, dedicándole toda la atención posible y de forma activa. Si bien ayuda mucho tener una educación musical o alguien que sirva de guía, no es indispensable. Basta con tan solo poner atención, seguir lo que está pasando y de vez en cuando tratar de anticipar. Esto puede ser sumamente difícil al principio, pero aun el escucha más neófito puede desarrollar la habilidad de ‘captar’ lo que está escuchando con la práctica.
    Propongo que es precisamente la necesidad de hacer este esfuerzo intelectual lo que aleja a tanta gente de la música clásica. Ciertamente hay obras más fáciles de escuchar que otras, inclusive dentro del catálogo de un mismo compositor, pero en general el género clásico requiere un esfuerzo considerable a comparación de los otros (vale la pena señalar la excepción del jazz, que requiere similar esfuerzo para ser disfrutado plenamente, y que también es escuchado por muy pocos).
    En qué medida se vea involucrada solamente la pereza mental es difícil precisar, pero sospecho que en muchos casos hay presente también una actitud de anti-intelectualismo, en el que el escucha tiene cierto resentimiento de no poder captar una obra inmediatamente, por lo que la menosprecia o inclusive ignora por completo. Lo mismo pasa en la ciencia, la filosofía, la historia, la religión; en fin, en cualquier área de conocimiento humano en la que haya conocedores, expertos y genios. Este resentimiento hacia lo inteligente y sofisticado provoca que las personas se aíslen y se priven de experiencias y conocimientos que podrían resultarles sumamente iluminantes y gratificantes. Como señalara Isaac Asimov, parecieran decirle al intelectual: "mi ignorancia es tan valiosa como tu conocimiento" (léase, en este caso, “mi reggaetón es tan valioso como tu Mozart”). Vulgar relativismo intelectual, pues.

*    *    *

¿Por dónde empezar, entonces?  Ciertamente, yo no recomendaría a cualquiera a empezar a escuchar a compositores como Mahler, Wagner o Strauss inmediatamente; hay algunos, como Schoenberg o Berg, a los que inclusive recomendaría evitar por completo, en un principio.  Lo más fácil es comenzar con las obras más conocidas de los autores más conocidos: Mozart y Beethoven, por ejemplo.  De Beethoven, todo mundo conoce el primer movimiento de la quinta sinfonía.  Bien, pues adelante con los otros tres movimientos, entonces.  Pero poco a poco.  Un movimiento a la vez, inclusive uno por día, de preferencia sin ponerlo de fondo para hacer otra cosa.  Reitero que no es nada fácil al principio, sobre todo si no se tiene algún entrenamiento  musical.  Pero poco a poco se puede lograr mucho progreso, y la música se vuelve pegajosa.  Una vez logrado esto, se puede pasar a otras sinfonías, o quizá sonatas para piano (las tres más conocidas pueden ser buen punto de partida: Patética, Apasionada y Claro de Luna).  De Mozart, generalmente lo que la gente más ubica son la Pequeña Serenata Nocturna y la Sinfonía 40, aunque sea en fragmentos y de modo aislado.  Entonces, antes de pasar a otras obras, bien vale la pena digerir bien éstas primero.


Algunos puntos de partida útiles:

Sinfonía No.40, de Mozart
Sinfonía No.5, de Beethoven
Sinfonía No.1, de Mahler (pasar al minuto 35:37 para encontrar el pasaje mencionado arriba)
El Castillo del Rey de la Montaña, de Grieg