lunes, 4 de marzo de 2013

Sobre la Incompatibilidad de Ciencia y Religión

Soy un hombre de un solo libro.
-Tomás de Aquino

Sacrificamos el intelecto a Dios.
-Ignacio de Loyola

La razón es la ramera del Diablo; nada hace más que calumniar y maldecir las cosas buenas que Dios hace.
-Martín Lutero

Siempre me ha parecido claro que la ciencia y la religión son mutuamente excluyentes. Es decir, estoy en desacuerdo con Stephen Jay Gould cuando dijo que consistían en non-overlapping magisteria, que no se tocan y que tratan asuntos distintos. Por el contrario, me parece que una necesariamente debilita y corroe a la otra. Fue con esta idea que asistí a un debate, hace unas pocas semanas, en el que el tema fue la compatibilidad de la ciencia y la religión. En el evento participaron un doctor en física que además es teólogo y franciscano; un ingeniero en sistemas que es obispo en la iglesia mormona; y un doctor en neurociencias que tomó la postura de “librepensador” (una forma disimulada y a mi consideración un tanto vanidosa, si bien no necesariamente incorrecta, de llamarse a uno mismo ateo). Aunque la labor del “librepensador” me pareció altamente decorosa, sobre todo considerando el formato y tiempo del debate, creo que hubo varios puntos que quedaron pendientes. El debate se descarriló rápidamente hacia una plática sobre la existencia de dios y los orígenes de las creencias en él, y quedó en plano secundario la manera en la que la ciencia y la religión realmente interactúan. (Sí quedó demostrado, por otro lado, en la sesión de preguntas del público, que hay gente a las que no debe acercársele un micrófono.)
   Antes que nada, hay que señalar que la teología no es una disciplina que pueda llamarse intelectual (ver las citas de arriba). Por el contrario, a través de su historia ha sido cuidadosa de distanciarse de todo “conocimiento” ajeno al suyo, por considerarlo como una posible fuente de corrupción de lo que pudiera muy generosamente llamarse su “pensamiento”. Su modo de operación es justamente el contrario al que se hace en las ramas de estudio propiamente intelectuales: primero da por verdadera la conclusión y luego busca argumentos y evidencia que la respalden—y rechaza o ignora todo lo demás. No tiene procesos de autocrítica, ni de validación, ni mucho menos de competencia entre colaboradores. Más bien, supone que una autoridad—sea un libro sagrado o un teólogo anterior—tiene que estar en lo correcto, y parte de ahí hacia atrás.
    Cuando la religión era más fuerte, se preocupó principalmente por suprimir pensamiento contrario al suyo (de hecho esto lo podemos ver todavía en las teocracias musulmanas), más que en producir pensamiento propio. En el caso particular del cristianismo en Europa, particularmente el de la iglesia de Roma, esta represión intelectual tomó la forma de la Inquisición. Miles de personas fueron aprehendidas, torturadas y ejecutadas por el hecho mismo de pensar, o ser sospechadas de ello. Vale la pena recordar el caso de Giordano Bruno, quien se atrevió a especular no solamente que la Tierra giraba alrededor del Sol, sino que las estrellas eran otros soles y planetas como el nuestro, y que inclusive en algunos de ellos pudiera haber vida. Bruno fue juzgado por tener “puntos de vista contrarios a los de la iglesia” y luego quemado en la hoguera.
    Las obras de decenas de filósofos y científicos griegos, a su vez, fueron censuradas y destruidas en todo el dominio de la Iglesia Católica. (Irónicamente, fue en el Medio Oriente en el que muchas de estas obras fueron preservadas en aquel entonces y, de no ser por ello, seguramente habrían desaparecido para siempre. La excepción fueron algunos textos de Aristóteles, por ser considerados fundamentales para los intentos lógicos de Tomás de Aquino). Esta censura y destrucción se debió a que las autoridades eclesiásticas no consideraron que hubiera filosofía ni ética alguna, previa a la de Cristo, que valiera la pena. (Esto por sí mismo es una tragedia intelectual de proporciones épicas, dada la profunda mediocridad e inmoralidad de la “filosofía” cristiana, comparada con corrientes anteriores como la de los griegos.) Junto con los textos filosóficos, también se censuró conocimiento verdaderamente científico; por ejemplo, el filósofo y matemático Eratóstenes no solamente dedujo ingeniosamente que la Tierra debía ser redonda, sino que inclusive calculó su circunferencia con un alto grado de precisión—esto, 300 años antes de la supuesta llegada del nazareno.
    Fue con las observaciones celestiales de Galileo que la astronomía se convirtió por fin en una ciencia—de hecho, sus obras son consideradas por muchos científicos como el punto preciso en el que nació la ciencia moderna. A través de él, quedaron vindicadas las anteriores conjeturas de Bruno y de Copérnico. ¿Y quién suprimió este nuevo conocimiento? Nuevamente, la iglesia de Roma: declaró tales puntos de vista como heréticos y obligó a Galileo a retractarse. (“Aún así se mueve,” dijo Galileo acerca de la Tierra, en voz baja, después de su recantación.)
    Es ante estos eventos y más, que muchos religiosos todavía tienen el descaro de afirmar que el surgimiento de la ciencia en occidente de algún modo se debió al cristianismo. Toda la evidencia apunta, sin embargo, a que la ciencia logró florecer a pesar del cristianismo, y no gracias a él. La punta de lanza fueron precisamente hombres como Bruno, Copérnico y Galileo, aunados a la invención de la imprenta, que rápidamente contribuyó a multiplicar la propagación del pensamiento. No es de sorprenderse, entonces, que entre la aristocracia del Renacimiento—en cierto grado protegida de la iglesia—surgieran los primeros verdaderos filósofos, no vistos desde tiempos de los griegos, y que entre ellos algunos se dedicaran también a la “filosofía natural”, o lo que hoy conocemos como ciencia. Fue de esta nueva camada de pensadores heréticos, en gran medida protegidos de la censura clerical, que surgieron grandes avances en las matemáticas y la física—en particular la física de los cuerpos celestes—culminando con Kepler, Brahe, Liebniz y Newton.
    Hay que señalar que la represión del conocimiento científico por parte de los religiosos sigue hasta tiempos modernos, y se extiende por diversas causas en diversos países, y es perpetrado por creyentes de todas las religiones.  Por un lado, por ejemplo, el cristianismo insiste en mentir acerca de la efectividad del uso de condones en África para prevenir el SIDA; mientras tanto, en el mundo musulmán se tiene completamente prohibida la enseñanza de la evolución; en la India, los musulmanes se han unido a los hindús para oponerse a la vacunación de los niños, lo que ha contribuido a que la poliomelitis no haya podido ser erradicada aún, habiendo estado tan cerca.  Y en Estados Unidos, aparte de las tonterías creacionistas que continuamente se tratan de enseñar en las escuelas, existe una corriente altamente religiosa de negadores del cambio climático. 


Fue durante los siglos de la Ilustración y la Revolución Industrial que el declive de la religión ante la ciencia y la filosofía se hizo más pronunciado. En el frente filosófico, Marx identificó a la religión como un síntoma de la ignorancia y la represión, señaló su derrota como una condición necesaria para el progreso de la civilización, y consideró inevitable su decadencia a medida que la gente se hiciera más próspera y educada. Por el lado de la ciencia, sin embargo, había un ámbito donde parecía no haber progreso: el origen y la diversidad de la vida. Los filósofos y científicos más escépticos y ateos no podían hacer más que encogerse de hombros al ser cuestionados al respecto—una actitud honesta, pero poco gratificante. Era en este último terreno donde la religión parecía tener ventaja sobre la ciencia.
    De manera casi paralela a Marx, Charles Darwin propuso un mecanismo simple y elegante mediante el cual las especies eran moldeadas por su entorno natural, y por otras especies, sin necesidad de intervención divina. Irónicamente, las observaciones de Darwin originalmente tenían la intención de vindicar al punto de vista religioso. Sin embargo, haciendo uso de gran honestidad y valentía intelectual, Darwin atinó en darse cuenta de que no era necesario un dios para dar origen a la diversidad y alta especialización de las especies. Con su publicación de El Origen de Las Especies, Darwin liberó a la biología de la religión para siempre, e hizo posible ser un ateo intelectualmente satisfecho.
    En el caso particular de los tres grandes monoteísmos, la evolución tiene implicaciones desastrosas desde el punto de vista que sea (un punto mencionado pero evadido en el debate al que atendí). Por un lado, los relatos del Génesis acerca de la creación en seis días tenían que ser falsos, si es que antes se creía en ellos como verdad literal. Por otro lado, y más importantemente, la idea del “pecado original” queda expuesta como un sinsentido religioso: ¿en qué momento decidió Dios implantarle el pecado al hombre, a lo largo de su evolución, y por qué? Si el hombre es básicamente un animal—en particular, un primate—¿tienen los otros animales la capacidad de pecar? En el caso de que Dios hubiera decidido utilizar a la evolución como su medio para crear a las especies distintas, ¿significa esto que Dios tuvo la intención de hacer al hombre un ser pecador desde el principio, solo para poder castigarlo después si no superaba su propia naturaleza? ¿Cómo se reconcilia esto con la idea de un Dios perfectamente bueno que todo lo puede y todo lo sabe? ¿Y en cuál gen se encuentra, precisamente, tal inclinación a hacer el mal? (Aquí vale la pena mencionar que yo no creo que tal inclinación exista, o por lo menos no que sea natural a la mayoría de los humanos, y sugiero además al lector investigar el trabajo de científicos cognitivos al respecto, particularmente el libro The Better Angels of Our Nature, de Steven Pinker. De hecho, la evidencia indica una correlación inversa entre la educación y la prosperidad de las sociedades, al compararse con su religiosidad; para esto, ver el estudio de Phil Zuckerman.)


El método científico es altamente corrosivo a la religión, precisamente porque es una manera de pensar basada en la evidencia y la honestidad. En primer lugar, el punto de partida es la evidencia, es decir, alguna observación de un fenómeno natural. Entonces le sigue la teoría, que es una explicación del fenómeno que puede ponerse a prueba. Una vez formulada la teoría, se diseña un experimento en donde se busque un resultado que demuestre que la teoría es falsa—este paso es crucial. Para que una teoría sea científica, quien la propone debe estar dispuesto a decir: “Si hacemos este experimento y no obtenemos este resultado, entonces estoy equivocado.” Una vez hecho el experimento y recolectados los datos, se comparan con lo predicho por la teoría y solo entonces se llega a la conclusión. Pero este no es el último paso.
    A diferencia de la religión, en la ciencia se comparten y comparan los resultados con los de otros colegas—y también con competidores. Todo el proceso, desde la observación original hasta las conclusiones, es expuesto al más riguroso escrutinio y crítica despiadada. Inclusive si todo parece andar bien, los revisores procuran repetir el experimento ellos mismos para comprobar que se obtienen los mismos resultados que el experimentador original reporta. ¿Es un método perfecto? Lamentablemente, no. Pero es por mucho el mejor que se tiene, y ha logrado resultados que los teólogos más eruditos ni siquiera hubieran podido imaginar. El mérito epistémico del conocimiento científico es altísimo, precisamente porque parte de la realidad y se valida contra ella.
    Ahora imagínese, amable lector, a un teólogo cristiano formulando un tratado erudito acerca de, digamos, la Santísima Trinidad. A continuación, imagine que ese teólogo lleva su tratado, para ser revisado, con sus colegas cristianos. Una vez hecho eso, le lleva su trabajo a un rabino. Ya con las aportaciones de éste, ahora acude a la crítica de un musulmán. Y para añadirle rigor, compara su trabajo con otro, acerca del mismo tema, escrito por un budista, e inclusive entra en correspondencia con él. ¿Cómo se vería el producto final?


Para concluir, quisiera retomar el debate al que asistí; en particular, quisiera revisar el caso del doctor en física que además es teólogo franciscano. En más de una ocasión, dijo explícitamente que no se podía llegar desde la ciencia a una corroboración de la fe (lo cuál me pareció admirable de su parte, debo admitir).  Por otro lado, hizo una distinción entre la religión popular—a la cuál consideró completamente infundada y hasta supersticiosa—y la religión de élite (presumiblemente, la suya). Entonces procedió, a lo largo del debate, a argumentar que el dios de los teólogos es un dios mucho más sofisticado y complicado que el dios de los creyentes comunes, inclusive llegando a articular el punto de vista—siempre de manera cuidadosa e indirecta—de que no había razón para creer que los textos de la Biblia fueran verdad literal, ni que se hubieran escrito con esa intención. La fe, concluyó, era un acto puramente opcional y voluntario, e inclusive era innecesaria para llevar una vida plena y ética(!).
    Lo que el buen doctor hizo, quizá sin que fuera su intención, fue demostrar que el conocimiento y el método científico orillan a los teólogos a creer en un dios indetectable y que no hace nada; un dios abstracto, escurridizo, ambiguo, que existe solo en los límites del conocimiento, y que continuamente se vuelve más y más difuso (él diría “sofisticado”), en vez de más y más nítido, a medida que la ciencia avanza. Propuso un argumento para dios desde la especulación en la ignorancia, pues. Y ese ha sido el punto de partida—y de llegada—para los teólogos desde siempre.