jueves, 22 de mayo de 2014

¿Qué es la ciencia, y por qué nos debería importar? – Parte 3

Alan Sokal

Ver Parte 2

En todos los ejemplos discutidos hasta ahora me he esforzado por distinguir claramente entre asuntos empíricos y éticos o estéticos, porque las cuestiones epistemológicas que surgen son tan distintas. Y he restringido mi discusión casi completamente a cuestiones de hechos, simplemente por las limitaciones de mi propia competencia.

    Pero si estoy preocupado por la relación entre creencia y evidencia, no es solamente por razones intelectuales—no solamente porque soy un “viejo cascarrabias que aspira a la huraña alegría de hacer que se sepa que no tolero a los tontos alegremente” [18] (por tomar prestadas las palabras de mi amigo y compañero latoso Norm Levitt, quien muriera súbitamente hace cuatro años a la joven edad de 66). Más bien, mi preocupación de que el debate público se base en la mejor evidencia disponible es, sobre todo, ética.

    Para ilustrar la conexión que tengo en mente entre la epistemología y la ética, comenzaré con un ejemplo imaginario: supongamos que el líder de un país militarmente poderoso cree, sincera pero erróneamente, en base a “inteligencia” defectuosa, que un país más pequeño posee amenazantes armas de destrucción masiva; supongamos, además, que lanza una guerra preventiva en base a eso, matando a decenas de miles de civiles inocentes a manera de “daño colateral”. ¿No son él y sus promotores éticamente culpables de su descuido epistémico?

    Enfatizo que este ejemplo es imaginario. La abrumadora evidencia actualmente disponible sugiere que las administraciones de Bush y Blair primero decidieron derrocar a Saddam Hussein, y luego buscaron un pretexto presentable ante el público, usando “inteligencia” dudosa o inclusive espuria para “justificar” aquel pretexto y engañar al Congreso, Parlamento y el público en general para que apoyaran la guerra [19].

    Lo cual me lleva al último y, en mi opinión, más peligroso conjunto de adversarios de la visión del mundo científica en el mundo contemporáneo: los propagandistas, manejadores y comentaristas, junto con los políticos y corporaciones que les dan empleo—en resumen, todos aquellos cuya meta no es analizar la evidencia honestamente a favor y en contra de una política en particular, pero que simplemente manipulan al público para llegar a una conclusión predeterminada mediante la técnica que más convenga, sin importar cuán deshonesta o fraudulenta sea.

    Entonces la cuestión ya no es solamente el pensamiento embrollado o descuidado; es el fraude. El Diccionario Oxford define “fraude” como “el uso de representaciones falsas para obtener una ventaja injusta o lastimar lo derechos o intereses de otros.” En la legislación anglo-americana, una representación falsa puede tomar varias formas, incluyendo [20]:

  1. Una declaración empírica falsa, sabida como falsa al momento que fue hecha.
  2. Una declaración empírica sin sustento razonable.
  3. Una promesa de desempeño futuro con la intención, al momento de la promesa, de no cumplir.
  4. Una expresión de opinión que es falsa, hecha por uno que dice o implica tener conocimiento especial acerca del tema de la opinión—donde “conocimiento especial” quiere decir información superior a la que tiene el otro, y a la que el otro no tuvo acceso por igual.

    ¿Algo suena familiar? Estos son los estándares que usaríamos si Bush y Blair nos hubieran vendido un auto usado. De hecho, nos vendieron una guerra que al momento de este texto ha costado las vidas de 179 soldados británicos, 4486 soldados americanos, y algo entre 112,000 y 600,000 iraquíes—una pérdida humana equivalente a algo entre 35 y 200 veces las muertes del 11 de septiembre; que ha costado a los contribuyentes estadounidenses $810 mil millones de dólares (con costos totales esperados de entre 1 y 3 billones); y que ha fortalecido tanto a al-Qaeda e Irán—en resumen, una guerra que pudiera resultar ser el peor error de política exterior en la historia de E.U. (Por supuesto que los ingleses tienen una historia más larga, y por lo tanto una mayor colección de errores con los cuales competir.)

    Ahora, en la ley existen dos tipos de falsa representación: negligencia y fraudulenta. La representación fraudulenta es difícil probar, porque incluye el estado mental de la persona que está haciendo el fraude, esto es, lo que realmente supo o creyó en el momento. Esto significa que la cuestión es (como fue en el caso anterior de otro presidente acusado de crímenes y travesuras menores): ¿Qué sabían Bush y Blair, y cuándo lo supieron? Desafortunadamente, los documentos que pudieran elucidar esta cuestión son secretos, por lo que pudiéramos ignorar la respuesta por al menos 50 años más. Pero se han filtrado suficientes documentos hasta ahora para apoyar, considero, un veredicto de representación fraudulenta.

    Todo esto es seguramente muy conocido para los lectores de Scientia Salon. Sabemos perfectamente que nuestros políticos (o al menos algunos de ellos) nos mienten; lo damos por hecho; estamos acostumbrados a ello. Y eso puede ser precisamente el problema. Quizá nos hemos acostumbrado tanto a las mentiras políticas—tan obstinadamente malpensados somos—que hemos perdido nuestra habilidad de encolerizarnos apropiadamente. Hemos perdido la habilidad de llamar a las cosas por su nombre. En vez, lo llamamos “sesgo”.

    Nos hemos alejado mucho de la “ciencia”, entendida estrechamente como la física, química, biología y similares. Pero todo el punto es que tal definición estrecha de lo que es la ciencia es equivocada. Vivimos en un único mundo real; las divisiones administrativas usadas por conveniencia en nuestras universidades no corresponden a fronteras filosóficas naturales reales. No tiene sentido usar un conjunto de estándares de evidencia en física, química y biología, y luego súbitamente relajar los estándares cuando se trata de medicina, religión o política. Para que esto no suene como el imperialismo de un científico, quiero enfatizar exactamente lo contrario. Como lo observa lúcidamente la filósofa Susan Haack:

Nuestros estándares de lo que es una buena, honesta y exhaustiva investigación y lo que es buena y sólida evidencia complementaria no son internos a la ciencia. Juzgando por dónde la ciencia ha acertado y fallado, en qué áreas y en qué momentos le ha ido mejor o peor, apelamos a los estándares por los que juzgamos la solidez de creencias empíricas, o el rigor y minuciosidad de la investigación empírica en general [21].

    La verdad es que la ciencia no es meramente un costal de trucos ingeniosos que resultan ser útiles en investigar ciertas cuestiones arcanas sobre los mundos inanimados y biológicos. Más bien, las ciencias naturales son ni más ni menos que una aplicación en particular—aunque muy exitosa—de una visión del mundo racionalista más general, centrada en la modesta insistencia de que las declaraciones empíricas sean substanciadas con evidencia empírica.

    En cambio, las lecciones filosóficas aprendidas de cuatro siglos de trabajo en las ciencias naturales pueden ser de gran valor—si se entienden apropiadamente—en otros ámbitos de la vida humana. Por supuesto, no estoy sugiriendo que los historiadores o políticos deban usar los mismos métodos que los físicos—eso sería absurdo. Pero tampoco los biólogos usan precisamente los mismos métodos que los físicos; ni tampoco, a propósito, los bioquímicos usan los mismos métodos que los ecólogos, o los físicos de estado sólido los de los físicos de partículas. Los métodos detallados de investigación deben ser adaptados al tema que se está tratando. Lo que no cambia en todas las áreas de la vida, sin embargo, es la filosofía subyacente: acotar nuestras teorías lo más que se pueda por medio de evidencia empírica, y modificar o rechazar aquellas teorías que no se atienen a la evidencia. A eso es a lo que me refiero con una visión científica del mundo.

    Es debido a esta lección filosófica general, más que a descubrimientos específicos, que las ciencias naturales han tenido un efecto tan profundo en la cultura humana desde tiempos de Galileo y Francis Bacon. El lado afirmativo de la ciencia, consistiendo de su declaraciones verificadas acerca del mundo físico y biológico, puede ser lo que llega a mente primero cuando la gente piensa sobre “la ciencia”; pero es el lado crítico y escéptico de la ciencia que es más profundo, y más intelectualmente subversivo. La visión científica del mundo inevitablemente entra en conflicto con todos los modos de pensamiento no-científicos que hagan declaraciones supuestamente verídicas acerca del mundo. ¿Y cómo pudiera ser de otro modo? Después de todo, los científicos constantemente están poniendo a prueba las teorías de sus colegas con escrutinio conceptual y empírico severo. ¿Con qué base puede uno rechazar la química flogística, la inmutabilidad de las especies, o la teoría corpuscular luminosa de Newton—por no mencionar miles de otras teorías científicas posibles pero equivocadas—y aún así aceptar la astrología, homeopatía o nacimiento a partir de una virgen?

    El impulso crítico de la ciencia inclusive se extiende más allá del ámbito empírico, hacia la ética y la política. Por supuesto, como cuestión lógica uno no puede obtener un “debería ser” a partir de un “es”. Pero históricamente—comenzando en los siglos XVII y XVIII en Europa y expandiéndose gradualmente por casi todo el mundo—el escepticismo científico ha jugado el papel de un ácido intelectual, lentamente disolviendo las creencias irracionales que legitimaron el orden social establecido y sus supuestas autoridades, ya fueran el clero, la monarquía, la aristocracia, o supuestas razas y clases superiores. Cuatrocientos años después, parece triste pero evidente que esta transición revolucionaria de una visión dogmática hacia una científica está lejos de completarse.

Traducción: Héctor Mata

Artículo original en Scientia Salon

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Alan Sokal es profesor de física en la Universidad de Nueva York y profesor de matemáticas en el University College de Londres. Su libro más reciente es Beyond the Hoax: Science, Philosophy and Culture (Más Allá de la Estafa: Ciencia, Filosofía y Cultura).

[18] Levitt, Norman. 1996. “Response to Freudenberg.” Technoscience: Newsletter of the Society for Social Studies of Science 9, no. 2 (Spring).

[19] Rich, Frank. 2006. The Greatest Story Ever Sold: The Decline and Fall of Truth in Bush’s America. Penguin Press.

[20] Spencer Bower, George and K.R. Handley. 2000. Actionable Misrepresentation, 4th ed. Butterworths, chapter 2-5.

[21] Haack, Susan. 1998. Manifesto of a Passionate Moderate: Unfashionable Essays. University of Chicago Press, p. 94.

miércoles, 21 de mayo de 2014

¿Qué es la ciencia, y por qué nos debería importar?—Parte 2

Alan Sokal

Ver Parte 1

Permítame pasar ahora al segundo conjunto de adversarios de la visión científica del mundo, que son los promotores de la pseudociencia. Esta es por supuesto un área enorme, así que me enfocaré en un aspecto socialmente importante de ella, que son las llamadas “terapias complementarias y alternativas” en la salud y medicina. Y dentro de esto, quisiera dar un vistazo en detalle a una de las terapias “alternativas” más usadas: la homeopatía—la cual es un caso interesante porque sus promotores a veces declaran que hay evidencia de análisis clínicos que indica que funciona.

    Ahora, un principio básico en toda la ciencia es GIGO (garbage in, garbage out): entra basura, sale basura. Este principio es particularmente importante en meta-análisis estadísticos, porque si tienes un montón de estudios metodológicamente pobres, cada uno con un tamaño de muestra pequeño, y si los sometes a un meta-análisis, lo que puede pasar es que los prejuicios sistemáticos de cada estudio—si apuntan principalmente en una misma dirección—pueden alcanzar valor estadístico significativo cuando los estudios son agrupados. Y esta posibilidad es particularmente relevante aquí, porque los meta-análisis de homeopatía invariablemente encuentran una correlación inversa entre la calidad metodológica y la efectividad observada de la homeopatía: esto es, que los estudios más descuidados encuentran la mayor evidencia a favor de la homeopatía [12]. Cuando uno presta atención solamente a los estudios metodológicamente rigurosos—aquellos que incluyen una adecuada aleatorización y doble control, medidas predefinidas de los resultados y un claro conteo de las deserciones del estudio—los meta-análisis no encuentran ningún efecto estadísticamente significativo (ni positivo ni negativo) de la homeopatía comparada con un placebo.

    Pero la falta de evidencia estadística convincente para la eficacia de la homeopatía no es, de hecho, la principal razón por la que yo y otros científicos somos escépticos (por ponerlo tibiamente) acerca de la homeopatía; y vale la pena tomarse unos momentos para explicar la razón principal, porque provee perspicacia hacia la naturaleza de la ciencia.

    La mayoría de las personas—quizá inclusive la mayoría de los que usan remedios homeopáticos—no entienden claramente lo que la es la homeopatía. Probablemente lo consideran algún tipo de medicina herbolaria. Claro que las plantas contienen una amplia variedad de substancias, algunas de las cuales pueden ser biológicamente activas (con efectos benéficos o dañinos, como aprendiera Sócrates). Pero los remedios homeopáticos, en contraste, son pura agua o almidón: el supuesto “ingrediente activo” está tan diluido que en la mayoría de los casos no hay ni una sola molécula en el producto final.

    Y así, la razón fundamental para rechazar la homeopatía es que no existe un mecanismo verosímil por el cual pudiera posiblemente funcionar, a menos que uno descarte todo lo que hemos aprendido en los últimos 200 años acerca de física y química: esto es, que la materia está hecha de átomos, y que las propiedades de la materia—incluyendo sus efectos químicos y biológicos—dependen de su estructura atómica. Simplemente no hay manera de que un “ingrediente” ausente pudiera tener un efecto terapéutico. Estudios clínicos de alta calidad no encuentran diferencias entre la homeopatía y los placebos porque los remedios homeopáticos son placebos.

    Ahora, promotores de la homeopatía a veces responden a esto aseverando que el efecto curativo de los remedios homeopáticos surge de una “memoria” del ingrediente activo desvanecido, que de alguna manera es retenida por el agua en el que fue disuelto (¡y luego por el almidón, cuando el agua es evaporada!). Pero la dificultad es, otra vez, no simplemente la falta de evidencia para tal “memoria del agua”. Más bien, el problema es que la existencia de tal fenómeno contradiría la ciencia bien probada, en este caso la mecánica estadística de fluidos. Las moléculas de un líquido constantemente chocan con otras moléculas—lo que los físicos llaman fluctuaciones térmicas—de modo que rápidamente pierden cualquier “recuerdo” de su configuración pasada (aquí, cuando digo “rápidamente” estoy hablando de picosegundos, no meses).

    En resumen, los millones de experimentos que confirman la física y química moderna también son un conjunto poderoso de evidencia contra la homeopatía. Por esta razón, la falla en la justificación de la homeopatía no es solamente la falta de evidencia estadística mostrando la eficacia de remedios homeopáticos, comparados contra placebos, al nivel de 95 o 99% de confianza. Inclusive un estudio al nivel de confianza de 99.99% no estaría preparado para competir contra la evidencia a favor de la física y la química moderna. Declaraciones extraordinarias requieren evidencia extraordinaria (y en el evento poco probable de que tal evidencia llegue, la persona que la proporcione seguramente ganará un triple Nobel en física, química y medicina, superando los dos que ganó Marie Curie).

    A pesar de la inverosimilitud científica de la homeopatía, los productos homeopáticos pueden venderse en los Estados Unidos sin tener que cumplir con los requerimientos de eficacia y seguridad que se exigen a otros medicamentos (porque se les dio permiso por parte de la Ley de Alimentos, Medicamentos y Cosméticos de 1938). De hecho, las regulaciones gubernamentales requieren que los remedios homeopáticos que se venden sin receta digan, en la etiqueta, al menos una condición médica que pretenden tratar—¡pero sin requerir evidencia de que el producto es realmente eficaz en tratar la condición [13]! Las leyes en otros países de occidente son igualmente escandalosas, si no es que más.

    Afortunadamente, parece que esta pseudociencia en particular ha hecho solo progreso modesto en los Estados Unidos—en contraste con su amplia penetración en Francia y Alemania, donde los productos homeopáticos son empacados como medicinas reales y vendidos lado a lado con éstas en virtualmente todas las farmacias. Pero otras y mayores pseudociencias son endémicas en Estados Unidos: prominente entre ellas está la negación de la evolución biológica.

    Es esencial comenzar nuestro análisis distinguiendo claramente entre tres asuntos muy distintos: primero, el hecho de la evolución de las especies biológicas; segundo, los mecanismos generales de esa evolución; y tercero, los detalles precisos de esos mecanismos. Por supuesto, una de las tácticas favoritas de los negacionistas de la evolución es confundir estos tres aspectos.

    Entre biólogos, y de hecho entre el público educado en general, el hecho de que las especies biológicas han evolucionado está establecido más allá de cualquier duda. La mayoría de las especies que han existido en el pasado ya no existen más; en cambio, la mayoría de las especies que existen hoy no existieron por la mayor parte del pasado de la Tierra. En particular, el Homo sapiens moderno no existió hace un millón de años; en cambio, otras especies de homínidos, como el Homo erectus, existieron entonces pero ya están extintos. El registro fósil es inequívoco en este punto, y esto ha sido bien entendido desde al menos el siglo XIX tardío.

    Una cuestión más sutil concierne a los mecanismos de evolución biológica; y aquí nuestro entendimiento científico tomó más tiempo en desarrollarse. Aunque la idea básica—herencia con modificaciones, combinada con selección natural—fue planteada con eminente claridad por Darwin en su libro de 1859, los mecanismos precisos subyacentes de la evolución darwiniana no se elucidaron completamente hasta el desarrollo de la genética y la biología molecular en la primer mitad del siglo XX. Hoy en día tenemos un buen entendimiento del proceso global: errores en el copiado del ADN durante la reproducción producen mutaciones; algunas de estas mutaciones aumentan o disminuyen el éxito del organismo en su supervivencia y reproducción; la selección natural actúa para aumentar la frecuencia en el grupo genético de aquellas mutaciones que aumentan el éxito reproductivo del organismo; como resultado, a lo largo del tiempo, las especies desarrollan adaptaciones a nichos ecológicos; especies viejas mueren y especies nuevas surgen. Este esquema general está establecido más allá de cualquier duda razonable hoy en día, no solo por la paleontología, sino también por experimentos de laboratorio.

    Claro, cuando se trata de los detalles precisos de la teoría evolucionaria, todavía hay un avivado debate entre especialistas (tal como lo hay en cualquier campo científico): por ejemplo, en cuanto a la importancia cuantitativa de la selección grupal o de la deriva genética. Pero estos debates de ningún modo siembran dudas sobre el hecho de la evolución, ni sobre sus mecanismos generales. Es más, como el celebrado genetista Theodosius Dobzhansky dijera en un ensayo de 1973: “nada en la biología tiene sentido excepto a la luz de la evolución [14].”

    Todo lo que acabo de decir es de conocimiento común para cualquiera que ha tomado un curso medianamente decente en biología de preparatoria. El problema es que cada vez menos personas hoy en día tienen la buena fortuna de ser expuestos a un curso medianamente decente en biología de preparatoria. Y la causa de ese analfabetismo científico es (¿acaso debo decirlo?) político: más precisamente, política combinada con religión. Algunas personas rechazan la evolución porque la encuentran incompatible con sus creencias religiosas. Y en países donde tales personas son numerosas o políticamente poderosas o ambos, los políticos son condescendientes con ellos y suprimen la enseñanza de la evolución en las escuelas públicas—con el resultado de que la generación más joven es negada la oportunidad de evaluar la evidencia científica por sí misma, y la ignorancia científica de la población se reproduce en las generaciones futuras.

    Los resultados de un estudio multicultural fascinante, llevado a cabo en 2005 en 32 países europeos junto con Estados Unidos y Japón es particularmente iluminante en este aspecto [15]. Se le leyó a los encuestados: “Los seres humanos, como los conocemos, descendieron de especies previas de animales” y se les preguntó si lo consideraban cierto, falso o si no estaban seguros. De los 34 países, Estados Unidos se ubicó en el lugar 33 en creencia en la evolución (más o menos dividido entre “verdadero” y “falso”). Solo Turquía—donde el estado laico está bajo continua presión por parte del gobierno islamista y sus promotores—muestra menos creencia en la evolución que los Estados Unidos. (Por favor note que esta pregunta concierne solamente al hecho de la evolución, no sus mecanismos.)

    Por supuesto, no toda la gente religiosa rechaza la evolución. Cristianos fundamentalistas sí la rechazan, al igual que muchos musulmanes y judíos ortodoxos; pero los católicos y protestantes liberales han llegado (después de mucho renegar) a aceptar la evolución, así como algunos pocos musulmanes y la mayoría de los judíos. Entonces, desde un punto de vista puramente táctico, la gente religiosa liberal es aliada de los científicos en su lucha por defender la enseñanza honesta de la ciencia.

    Así, si me enfocara en tácticas, enfatizaría—como la mayoría de los científicos—que la ciencia y religión no deben entrar en conflicto. Inclusive argumentaría, siguiendo a Stephen Jay Gould, que la ciencia y la religión deberían ser entendidos como “magisterios independientes”: la ciencia trata de cuestiones empíricas, y la religión con cuestiones de ética y significado. Pero no puedo de buena conciencia proceder así, por la simple razón de que no creo que los argumentos aguanten un examen lógico cuidadoso. ¿Por qué digo eso? Para los detalles, lo refiero a un capítulo de 75 páginas en mi libro [16]; pero trataré de esbozar las razones principales por las que creo que la ciencia y la religión son formas fundamentalmente incompatibles de ver el mundo.

    Al analizar la religión, es necesario hacer algunas distinciones. Para empezar, las doctrinas filosóficas típicamente tienen dos componentes: una parte fáctica, consistiendo de declaraciones acerca del universo y su historia; y una parte ética, consistiendo de un conjunto de prescripciones sobre cómo vivir. Además, todas las religiones hacen, al menos implícitamente, declaraciones epistemológicas acerca de los métodos mediante los cuales los humanos pueden llegar a conocimiento confiable de cuestiones empíricas o éticas. Estos tres aspectos de cada religión obviamente tienen que ser evaluados por separado. Más aún, al discutir un conjunto de ideas, es importante distinguir entre el mérito intrínseco de éstas, el rol objetivo que juegan en el mundo, y las razones subjetivas por las que varias personas las defienden o atacan.

    Lamentablemente, mucha discusión de la religión fracasa en hacer estas distinciones elementales: por ejemplo, confundir el mérito de una idea con los buenos o malos efectos que pudiera tener en el mundo. Aquí quiero referirme solo a la cuestión más elemental, que es el mérito intrínseco de las doctrinas empíricas de las distintas religiones. Y dentro de eso, quiero enfocarme a la cuestión epistemológica—en lenguaje menos barroco, la relación entre la creencia y la evidencia. Después de todo, aquellos que creen en los supuestos hechos de sus doctrinas, presuntamente lo hacen por lo que consideran que son buenas razones. Así que es sensato preguntar: ¿cuáles son estas presuntas buenas razones?

    Cada religión hace múltiples aseveraciones supuestamente verídicas acerca de todo desde la creación del universo hasta la vida después de la muerte. ¿Pero con qué base pueden los creyentes presumir que saben que tales aseveraciones son ciertas? Las razones que dan son variadas, pero la justificación ultimadamente suele ser simple: creemos lo que creemos porque nuestras santas escrituras lo dicen. Pero, entonces, ¿cómo sabemos que nuestras escrituras son acertadas? Porque las escrituras lo dicen. Los teólogos se especializan en tejer redes elaboradas de verbosidad para evitar decirlo tan burdamente, pero esta gema del razonamiento circular es realmente el fondo epistemológico en el que se basa toda la “fe”. En palabras de Juan Pablo II: “Por la autoridad de su trascendencia absoluta, Dios que se hace presente es también la fuente de la veracidad de lo que revela [17]”. Sobra decir que esto clama la pregunta de si los textos en cuestión realmente fueron escritos o inspirados por Dios, y en qué se basa uno para saber esto. La “fe” no es realmente el rechazo de la razón, sino simplemente una aceptación perezosa de mal razonamiento. La “fe” es la pseudo-justificación que la gente usa cuando quieren hacer declaraciones sin tener que presentar la evidencia necesaria.

    Claro que nunca aplicamos estos laxos estándares de evidencia a las declaraciones religiosas de las escrituras de los demás: cuando se trata de otras religiones, los creyentes son tan racionales como cualquiera. Solo su propia religión, sea la que sea, parece merecer una exención especial de los estándares de evidencia generales.

    Y es aquí, me parece, que se ubica el punto decisivo del conflicto entre la ciencia y la religión. La cuestión no es el rechazo religioso de teorías científicas en específico (sean heliocentrismo en el siglo XVII o biología evolucionaria hoy); con el tiempo, la mayoría de las religiones encuentra alguna manera de hacer las paces con la ciencia bien establecida. Más bien, la visión científica del mundo entra en conflicto con la visión religiosa al tratarse de una cuestión mucho más fundamental: lo que cuenta como evidencia.

    La ciencia depende de experiencia sensorial públicamente reproducible (esto es, experimentos y observaciones) combinada con la reflexión racional acerca de esas observaciones empíricas. La gente religiosa reconoce la validez del método, pero luego dicen poseer métodos adicionales para obtener conocimiento acerca de cuestiones empíricas—métodos que van más allá de la simple consideración de la evidencia—tales como la intuición, revelación o los textos sagrados. Pero el problema es este: ¿qué buena razón tenemos para pensar que tales métodos funcionan, en el sentido de llevarnos sistemáticamente (si no es que invariablemente) hacia creencias ciertas en vez de erróneas? Al menos en los dominios que hemos podido poner estos métodos a prueba—astronomía, geología e historia, por ejemplo—no han resultado ser muy confiables. ¿Por qué esperaríamos que funcionen mejor al aplicarlos a problemas aún más difíciles, tales como la naturaleza fundamental del universo?

    Por último, pero no menos importante, estos métodos no-empíricos sufren de un problema lógico insuperable: ¿Qué debemos hacer cuando las revelaciones o intuiciones de distintas personas entran en conflicto? ¿Cómo podemos saber cuál de los supuestos textos sagrados—cuyas afirmaciones frecuentemente se contradicen entre sí—es realmente el sagrado?

Traducción: Héctor Mata

Artículo original en Scientia Salon

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Alan Sokal es profesor de física en la Universidad de Nueva York y profesor de matemáticas en el University College de Londres. Su libro más reciente es Beyond the Hoax: Science, Philosophy and Culture (Más Allá de la Estafa: Ciencia, Filosofía y Cultura).

[12] Shang, Aijing, Karin Huwiler-Muntener, Peter Juni, Stephan Dorig, Jonathan A.C. Sterne, Daniel Pewsner and Matthias Egger. 2005. “Are the clinical effects of homoeopathy placebo effects? Comparative study of placebo-controlled trials of homoeopathy and allopathy.” The Lancet 366:726–732.

[13] U.S. Food and Drug Administration. 2010. Compliance Policy Guide Section 400.400: Con- ditions Under Which Homeopathic Drugs May be Marketed.

[14] Dobzhansky, Theodosius. 1973. “Nothing in biology makes sense except in the light of evolution.” American Biology Teacher 35:125–129.

[15] Miller, Jon D., Eugenie C. Scott and Shinji Okamoto. 2006. “Public acceptance of evolution.” Science 313:765–766 (11 August).

[16] Sokal, Alan. 2008. Beyond the Hoax: Science, Philosophy and Culture. Oxford University Press.

[17] John Paul II. 1998. Encyclical Letter Fides et Ratio of the Supreme Pontiff John Paul II to the Bishops of the Catholic Church on the Relationship between Faith and Reason, September 14, 1998. United States Catholic Conference.



martes, 20 de mayo de 2014

¿Qué es la ciencia, y por qué nos debería importar? – Parte 1

Por Alan Sokal

Propongo compartir con usted algunas reflexiones acerca de la naturaleza de la investigación científica y su importancia para la vida pública. A un nivel superficial, uno pudiera decir que estaré tratando con algunos de los aspectos de la relación entre la ciencia y la sociedad; pero, como espero que se aclare, mi tirada es discutir la importancia no tanto de la ciencia, sino de lo que uno pudiera llamar la visión científica del mundo—un concepto que va mucho más allá de las disciplinas específicas que usualmente consideramos como “ciencia”—en la toma de decisiones colectiva de la humanidad. Quiero argumentar que el pensamiento claro, combinado por un respeto por la evidencia—especialmente la evidencia inconveniente e indeseada, evidencia que reta a nuestras concepciones previas—son de la mayor importancia para la supervivencia de la raza humana en el siglo XXI, y especialmente en cualquier gobierno que profese ser una democracia.

    Por supuesto, usted pudiera pensar que hacer un llamado por el pensamiento claro y el respeto de la evidencia es un poco como abogar por la maternidad y el pay de manzana (si me perdona este americanismo), y en cierto sentido tendría razón. Casi nadie defenderá el pensamiento embrollado abiertamente, ni la falta de respeto por la evidencia. Más bien, lo que la gente hace es rodear estas prácticas con una neblina de verbosidad diseñada para ocultar de sus escuchas—y en muchos casos, me imagino, de ellos mismos—las verdaderas implicaciones de su manera de pensar. George Orwell tuvo razón en observar que la mayor ventaja de hablar y escribir con claridad es que “cuando digas algo estúpido la estupidez será obvia, inclusive para ti” [1]. Así que aquí espero ser tan claro como Orwell hubiera querido. Pretendo ilustrar la falta de respeto por la evidencia con una variedad de ejemplos—que vienen de la Izquierda, la Derecha y el Centro—empezando por algunos blancos de peso ligero y progresando a otros mayores. Apunto a mostrar que las implicaciones de tomar una visión empírica del mundo seriamente son un tanto más radicales de lo que muchos reconocen.

    Así que comenzaré, quizá un poco pedantemente, señalando algunas diferencias importantes. La palabra ciencia, como se usa comúnmente, tiene al menos cuatro significados distintos: una empresa intelectual enfocada a la comprensión racional del mundo natural y social; un cuerpo substantivo de conocimiento actualmente aceptado; la comunidad de científicos, con sus tradiciones y su estructura económica y social; y finalmente, se refiere a la ciencia aplicada y la tecnología. En este ensayo me concentraré en los primeros dos aspectos, con algunas referencias secundarias a la sociología de la comunidad científica; no me referiré a la tecnología en lo absoluto. Entonces, por ciencia quiero decir, antes que nada, una visión del mundo que le da prioridad a la razón y la observación, así como una metodología enfocada a obtener conocimiento preciso sobre los mundos natural y social. Esta metodología está caracterizada, sobre todo, por el espíritu crítico: es decir, el compromiso de la prueba de aseveraciones a través de observaciones y/o experimentos—cuanto más rigurosos, mejor—y por revisar o descartar las teorías que no pasan las pruebas. Un corolario del espíritu crítico es la falibilidad: esto es, el entendimiento de que todo nuestro conocimiento empírico es provisional, incompleto y abierto a ser revisado en vista de nueva evidencia o nuevos argumentos convincentes (aunque claro, los aspectos mejor establecidos del conocimiento científico seguramente no serán descartados completamente).

    Es importante notar que las teorías bien probadas en las ciencias maduras están respaldadas en general por una poderosa red de evidencia entretejida proveniente de varias fuentes. Más aún, el progreso de la ciencia tiende a enlazar a estas teorías a una estructura unificada, de modo que (por ejemplo) la biología tiene que ser compatible con la química, y la química con la física. La filósofa Susan Haack [2] ha hecho la iluminante analogía de la ciencia con un crucigrama, en la que cualquier modificación de una palabra llevará a cambios en las palabras enlazadas con ella; en la mayoría de los casos los cambios serán relativamente locales, pero en algunos casos puede ser necesario rehacer partes grandes del juego.

    Resalto que mi uso del término “ciencia” no está limitado a las ciencias naturales, pero incluye investigaciones apuntadas a adquirir conocimiento preciso sobre cuestiones empíricas acerca de cualquier aspecto del mundo, usando métodos análogos a los utilizados en las ciencias naturales. (Por favor note la limitación a cuestiones de hechos empíricos. Intencionalmente excluyo de mi alcance las cuestiones de ética, estética, propósito y demás.) Así, la “ciencia” (como yo uso el término) es practicada cotidianamente no solamente por físicos, químicos y biólogos, sino también por historiadores, detectives, plomeros y de hecho todos los seres humanos en (algunos aspectos de) nuestras vidas. (Por supuesto, el hecho de que todos practiquemos ciencia de vez en cuando no significa que todos lo hagamos igual de bien, o que la practiquemos igual de bien en todas las áreas de nuestras vidas.)

    El éxito extraordinario de las ciencias naturales a lo largo de los últimos 400 años para aprender acerca del mundo, desde quarks hasta cuásares y todo lo que hay en medio, es bien conocido para todo ciudadano moderno: la ciencia es un falible pero enormemente exitoso método de obtener conocimiento objetivo (aunque aproximado e incompleto) acerca del mundo natural (y en menor medida, el social).

    Pero, sorprendentemente, no todos aceptan esto; y aquí llego a mi primer—y más liviano—ejemplo de adversarios de la visión científica, que son los posmodernistas académicos y constructivistas sociales extremos. Tales personas insisten que el llamado conocimiento científico realmente no constituye un saber objetivo de una realidad externa a nosotros, sino que es una mera construcción social, a la par de mitos y religiones, que por lo tanto tienen la misma validez. Si tal punto de vista le parece inverosímil o cree que estoy exagerando de algún modo, considere las siguientes aseveraciones por sociólogos prominentes:

La validez de las proposiciones teóricas de las ciencias no es afectada en ningún modo por la evidencia empírica.  (Kenneth Gergen) [3]

El mundo natural tiene un pequeño o inexistente rol en la construcción del conocimiento científico.  (Harry Collins) [4]

Para el relativista [tal como nosotros] no hay sentido en la idea de que algunos estándares o creencias son realmente racionales en vez de ser solamente aceptadas localmente como tales.  (Barry Barnes y David Bloor) [5]

Ya que la resolución de una controversia es la causa de la representación de la Naturaleza y no su consecuencia, nunca podemos usar el resultado—la Naturaleza—para explicar cómo y por qué una controversia ha sido resuelta.  (Bruno Latour) [6]

La ciencia se legitima a sí misma ligando sus descubrimientos al poder, una conexión que determina (no solamente influye) lo que cuenta como conocimiento confiable.  (Stanley Aronowitz) [7]

    Pronunciamientos tan claros como estos son, sin embargo, escasos en la literatura académica posmodernista. Más frecuentemente, uno encuentra aseveraciones que son ambiguas pero aún así pueden ser interpretadas (y muchas veces lo son) insinuando lo que las anteriores citas hacen explícito: que la ciencia como yo la he definido es una ilusión, y que el conocimiento objetivo que provee es principal o completamente una construcción social. Por ejemplo, Katherine Hayles, profesora de literatura en la Universidad de Duke y expresidente de la Sociedad por la Literatura y Ciencia, escribe lo siguiente como parte de su análisis feminista sobre la mecánica de fluidos:

A pesar de sus nombres, las leyes de conservación no son hechos inevitables de la naturaleza, sino construcciones que resaltan algunas experiencias y marginalizan a otras… Casi sin excepción, los principios de conservación fueron formulados, desarrollados y verificados experimentalmente por hombres. Si los principios de conservación representan distintos énfasis particulares y no hechos inevitables, entonces gente viviendo en diferentes tipos de cuerpos e identificada con construcciones de género distintas, pudiera haber llegado a distintos modelos para el flujo [de fluidos].  [8]

    Qué idea tan interesante: quizá personas “viviendo en diferentes tipos de cuerpos” aprenderán a ver más allá de las leyes masculinistas de conservación de momento y energía. Y Andrew Pickering, un prominente sociólogo de la ciencia, asevera lo siguiente en su de otro modo excelente historia de la física de partículas moderna:

Dado su extenso entrenamiento en técnicas matemáticas sofisticadas, la preponderancia de las matemáticas en la visión de la realidad de los físicos de partículas no es más difícil de explicar que la afinidad de grupos étnicos por su lenguaje nativo. Según la visión articulada en este capítulo, no hay ninguna obligación sobre nadie que propone una visión del mundo a tomar en cuenta lo que la ciencia del siglo XX tenga que decir. [9]

    Pero no dedicaré tiempo pateando a un caballo muerto, ya que los argumentos contra el relativismo posmodernista son ya bastante conocidos: más que promover mis propios textos, permítame sugerir un excelente libro por el filósofo de la ciencia canadiense, James Robert Brown, Who Rules in Science? An Opinionated Guide to the Wars (¿Quién Manda en la Ciencia? Una Guía Opinada Acerca de las Guerras). Basta decir que los escritos posmodernistas sistemáticamente confunden la verdad con declaraciones acerca de la verdad, hechos con aseveraciones de hechos, y conocimiento con pretensiones de conocer—y luego a veces llegan hasta a negar que estas distinciones tienen significado.

    Ahora, vale la pena notar que los textos posmodernistas que acabo de citar todos provienen de los 80s y 90s tempranos. De hecho, en la última década los posmodernistas académicos y constructivistas sociales parecen haberse distanciado de los puntos de vista más extremos que antes profesaban. Quizá yo y otros críticos afines del posmodernismo podemos sentirnos responsables de esto, al iniciar un debate público que bañó en una luz de crítica a estos puntos de vista y forzó algunas retiradas estratégicas. Pero el mayor mérito, pienso, debe ser adjudicado a George W. Bush y sus amigos, que mostraron hasta qué punto pisotear a la ciencia puede llevar en el mundo real. Hoy en día, inclusive el sociólogo Bruno Latour, quien pasó varias décadas recalcando la llamada “construcción social de hechos científicos”, lamenta las municiones que teme que él y sus colegas le han dado a la derecha Republicana, ayudándoles a negar u obscurecer el consenso científico acerca del cambio climático global, la evolución biológica y muchas otras cuestiones. Él escribe:

Mientras que pasamos años tratando de detectar los verdaderos prejuicios escondidos tras la apariencia de declaraciones objetivas, ¿debemos ahora revelar los hechos reales e incontrovertibles escondidos tras la ilusión de los prejuicios? Y sin embargo hay programas completos de doctorado encaminados a asegurar que buenos muchachos americanos estén aprendiendo, de la manera difícil, la forma en que los hechos son inventados; que no hay tal cosa como el acceso natural, directo e imparcial a la verdad; que siempre somos prisioneros del lenguaje; que siempre hablamos desde un punto de vista particular, etcétera; mientras que extremistas peligrosos están usando el mismo argumento de construcción social para destruir evidencia duramente ganada que pudiera salvar nuestras vidas. [10]

    Eso, por supuesto, es exactamente el punto que quise hacer en 1996 acerca de la construcción social llevada a extremos subjetivistas. No quiero decir que se los dije, pero se los dije—como lo hizo, varios años antes de mí, Noam Chomsky, quien recordó que en el pasado no tan lejano:

Intelectuales de izquierda tomaron un papel activo en la viva cultura de la clase obrera. Algunos buscaron compensar el carácter clasicista de las instituciones culturales por medio de programas de educación obrera, o escribiendo libros exitosos sobre matemáticas, ciencia y otros temas para el público en general. Notablemente, sus contrapartes de izquierda de hoy frecuentemente buscan quitarle a la clase obrera estas herramientas de emancipación, informándoles que ‘el proyecto de la Ilustración’ está muerto, que deben abandonar las ‘ilusiones’ de la ciencia y la razón—un mensaje que alegra los corazones de los poderosos, gustosos de monopolizar estos instrumentos para su propio uso. [11]

Traducción: Héctor Mata

Artículo original en Scientia Salon


Alan Sokal es profesor de física en la Universidad de Nueva York y profesor de matemáticas en el University College de Londres. Su libro más reciente es Beyond the Hoax: Science, Philosophy and Culture (Más Allá de la Estafa: Ciencia, Filosofía y Cultura).

[1] Orwell, George. 1953 [1946]. “Politics and the English language”, en A Collection of Essays, pp. 156–171. Harcourt Brace Jovanovich, p. 171.

[2] Haack, Susan. 1993. Evidence and Inquiry: Towards Reconstruction in Epistemology. Blackwell.

[3] Gergen, Kenneth J. 1988. “Feminist critique of science and the challenge of social episte- mology.” En: Feminist Thought and the Structure of Knowledge, editado por Mary McCanney Gergen, pp. 27–48. New York University Press, p. 37.

[4] Collins, Harry M. 1981. “Stages in the empirical programme of relativism.”  Social Studies

of Science 11:3–10, p. 3.

[5] Barnes, Barry & David Bloor. 1981. “Relativism, rationalism and the sociology of knowl- edge.” En: Rationality and Relativism, editado por Martin Hollis y Steven Lukes, pp. 21–47. Blackwell, p. 27.

[6] Latour, Bruno. 1987. Science in Action: How to Follow Scientists and Engineers through Society. Harvard University Press, pp. 99, 258.

[7] Aronowitz, Stanley. 1988. Science as Power: Discourse and Ideology in Modern Society. University of Minnesota Press, p. 204.

[8] Hayles, N. Katherine. 1992. “Gender encoding in fluid mechanics: Masculine channels and feminine flows.” Differences: A Journal of Feminist Cultural Studies 4(2):16–44, pp. 31-32.

[9] Pickering, Andrew. 1984. Constructing Quarks: A Sociological History of Particle Physics. University of Chicago Press, p. 413.

[10] Latour, Bruno. 2004. “Why has critique run out of steam? From matters of fact to matters of concern.” Critical Inquiry 30:225–248, p. 227.

[11] Chomsky, Noam. 1993. Year 501: The Conquest Continues. South End Press, p. 286.